Por: Rodolfo Naró
Con discreción le pidió que se fuera. Era un chico que acompañaba a Mario Velázquez y, por supuesto, no estaba enterado de quién mandaba en esa casa, sin dudarlo empujó a un gato al suelo y se sentó al pie de la cama. Al ver la escena me quedé helado. Monsiváis ni siquiera se incorporó, con su irónica puntualidad le pidió que se marchara.
Todos los sábados nos reuníamos un grupo de amigos en San Simón 58 de la Portales, a ver películas clásicas, a escuchar jazz, a conversar entre poemas de Villaurrutia o rimas de José Alfredo. Invariablemente las reuniones terminaban en su cuarto, alrededor de la cama, con Carlos recostado. La cabecera de caoba tenía ya un desgaste redondo, de tantos años de leer, corregir, comer, conversar y dormitar en esa misma posición. Detestaba el teléfono, que a cualquier hora repicaba en el buró, contestaba antes del tercer timbrazo y en muchas ocasiones, negándose a sí mismo imitaba la voz de su tía. Los sillones de la sala, el comedor, su estudio, parecían inexistentes, veinte mil libros se apilaban por todos lados. Quizá serían más, algunas veces lo escuché aumentar la cifra mientras escribía con uno de los bolígrafos Paper Mate que compraba por docenas. Recuerdo sus manos de cirujano, suaves y precisas, con un eterno curita en la última falange del dedo medio, para evitar el callo que se forma de tanto apoyar la pluma.
Carlos vivía rodeado de objetos, miniaturas, luchadores en escala, periódicos, revistas, antigüedades que compraba en el bazar de la Zona Rosa, al que teníamos que llegar temprano para evitar que otro marchante le ganara un grabado de Leopoldo Méndez o un desnudo, burdo y simple, de Manuel Rodríguez Lozano, de quien se consideraba su mayor coleccionista. La rutina era la misma cada sábado: después del bazar desayunábamos en el Auseba, y cuando lo cerraron nos mudamos al Vips de Hamburgo, donde pronto supieron su platillo favorito: enchiladas cottage.
Tampoco vivía solo. Además de compartir la casa con sus tíos, hermanos de su madre, convivía con doce gatos, apóstoles de su cariño. Eran ellos quienes realmente gobernaban San Simón. Merodeaban por los rincones, saltaban a su escritorio mientras él escribía, agazapados lo miraban trabajar o se dormían en su regazo. Comían de su mano, se adoraban como una gran familia. En las noches, Carlos salía al patio de la casa para meterlos a dormir. No cerraba la puerta hasta que todos estuvieran a salvo. Los llamaba por su nombre: Siniestro Chocorrol, Nana Nina Ricci, Rosa Luz Emburgo, Ansia de Militancia, Eva Siva, Ale Vosía, Fetiche de Peluche, Lalito Montemayor, Post Moderna, Fray Gatolomé de las Bardas y Vecino, un gato que se ganó el alias porque vivía en la casa de al lado hasta que se mudó con Monsiváis. Pronto se hizo el mejor amigo de Mito Genial, su consentido, un gatito pardo que llegó enfermo a su jardín, el mismo día en que el secretario de Hacienda, Pedro Azpe Armella, declaraba que la pobreza en México era un “mito genial”. El mismo gato que aquel amigo de Mario Velázquez había echado de la cama para poder sentarse. Mito Genial era la niña de sus ojos. Le llevaba regalos de cada uno de sus viajes, le leía para hacerlo dormir y le enseñaba el abecedario hasta el cansancio. “Usted es un gato malo, porque no me habla”. Muchas veces escuché a Carlos decirle con enfado mientras lo tenía recostado en su pecho, convencido de que pronto le respondería.
Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006. www.rodolfonaro.com.mx