Por: Omar Alejandro Ángel

A TI

Había leído sobre ti. No eras nueva en mi vida ni en la de aquellos que se llaman -nos llamamos- artistas, poetas, cuentistas… ¡qué sé yo!, aquellos que nos jactamos de aún sentir en un mundo como éste. Te había visto en más de una pintura, en cada paisaje, en las líneas de Kandinsky y los salpicones de Pollock; en la música, tu voz entonaba las más bellas plegarias, cantos seductores que entraban en mi por cada poro, por cada vello, por el aliento mismo y así, sin saber cómo, me inundaba de… ¿cómo le llaman estos artistas? amor; sí, amor. Amé cómo, a través de pequeños versos, ligeras y completas metáforas, tu rostro se dibujaba en el imaginario y así vivía de una ilusión. Estoy más que seguro que no era el único tan desesperado por ti; eras ideal. Comencé a desear no ser de aquí, pedestre y, ¿por qué no?, aprender a volar, contigo. Perder el piso.

Y sí, fui feliz al tenerte sin ti, sin conocerte ni haberte visto jamás. Te escribí en más de mil maneras, con todos los muy pocos idiomas que conocí y el que confeccionábamos juntos; tu nombre recorrió los abecedarios, tu fragancia, los perfumes de la existencia y la suavidad de tu piel conoció, en mi, los más extravagantes sabores. Envejecer, morir -la vida misma- eran cuestiones ajenas a nosotros, ¿recuerdas que volamos?

Insisto, fui feliz. Lo espectral fue nuestra usanza.

Así pasaba el tiempo, andando. Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Fue por eso. Fue por ese maldito azar del destino, que no persigo comprender, que en verdad te conocí.

Corté mis alas, caí a la Tierra y descubrí la maravillosa alegría de vivir con las nalgas a 67 centímetros del suelo.

Me volviste humano.