*Por: Samael Hernández Ruiz

Sintió en el rostro el viento frío de esa tarde de otoño. Salió a la calle. Necesitaba tomar una cerveza. Trafalgar Square se veía como en una foto en blanco y negro por el efecto que producía la leve bruma que comenzaba a llenar la plaza. Caminó hacia el norte alejándose de las oficinas del Club de Roma en Londres. Acababa de salvar su reputación como científico; pero el desastre había comenzado.

Cuando vio el pub  se sintió aliviado, al empujar la puerta  el calorcillo del lugar lo hizo entornar los ojos. El local estaba abarrotado, buscó una mesa desocupada y la encontró en uno de los rincones. El lugar era pequeño; pero servían un cordero exquisito y buena cerveza.

Se quitó el abrigo y acomodó su bufanda en el respaldo de la silla, la mesera no tardó en llegar apenas se sentó. Ordenó un tarro de cerveza fría y pensó en pedir mas tarde un plato de cordero asado. Los clientes del lugar platicaban unos con otros en voz baja, como temerosos de que se les escuchara, el ambiente no parecía relajado esa noche.

Luís Arturo observaba el televisor del bar mientras sorbía lentamente la cerveza  que le habían servido. El noticiero anunciaba lo que todos esperaban con temor: Los Estados Unidos de Norteamérica le declaraban la guerra al que llamaban el eje del mal: Irak y Al  Qaeda. Uno era un gobierno, la otra una organización  acusada de la agresión contra los Estados Unidos el 11 de septiembre. Inglaterra,  Francia y Japón apoyaron  la decisión,  Alemania y España lo hicieron con menos aspavientos. Luís Arturo observaba  el rostro, desencajado por el miedo, de la comentarista de la televisión inglesa que daba la nota. Él  pudo ser parte de la solución que impidiera esa tragedia; cuando lo recordó sonrío mientras volvía a sorber de su tarro de cerveza.

Hacía seis años que Luís Arturo Ramos  vivía en Europa. Había nacido en un pequeño pueblo del Istmo de Tehuantepec en México, del que se sentía profundamente orgulloso: San Isidro la Venta, en el inestable  y casi volátil estado de Oaxaca. Su lengua primera había sido el zapoteco, después aprendió el castellano no sin dificultad. Estudio la primaria y la secundaria en su pueblo natal y después se fue a la ciudad de México queriendo convertirse en militar; pero terminó estudiando matemáticas en la Universidad Autónoma de México.

Pronto se dio cuenta de las extraordinarias facultades que poseía para el conocimiento abstracto. Su tesis de licenciatura versó sobre la aplicación de la teoría de los subconjuntos borrosos a los espacios vectoriales. Esa disertación le valió una beca para estudiar la maestría y el doctorado en la Universidad de Gotinga, la Georgia Augusta, en Alemania. Su interés no se limitaba al desarrollo técnico de las matemáticas, sino al reestablecimiento  de sus cimientos, a su refundación humanista.

La idea le había surgido mientras trabajaba como ayudante en un equipo del Instituto de Investigaciones de Matemáticas Aplicadas. Su tarea, en el programa, era ayudar a modelar los patrones de concentración de las poblaciones de inmigrantes no europeos en Europa central. No era partidario del uso de las estadísticas y los modelos econométricos; pero se decidió por una técnica probabilística; por eso cuando propuso en el seminario la aplicación de cadenas de Markov para simular la dinámica de las poblaciones de inmigrantes, se sintió satisfecho  al ver los ojos incrédulos de los Seniors del equipo de científicos. No eran las matemáticas que hubiera querido aplicar; pero por algo había que empezar.

Estuvo trabajando tres meses sin descanso hasta que concluyó la primera versión del modelo. Se la presentó a su director, el Dr. Konrad Helmus, y le explicó con detalles cómo al multiplicar un espacio vectorial bidimensional por un vector simple con ciertas variables seleccionadas, el resultado reproducía con bastante fidelidad el comportamiento de los patrones de distribución territorial de la población inmigrante.

El Dr. Helmus quedó impresionado. Le dijo, quizás para animarlo, que era la primera vez que le presentaban un modelo que empleaba matemáticas no  «convencionales» para simular el comportamiento de un fenómeno social. ¿Podría el modelo predecir además de describir? La pregunta le cayó como balde de agua fría a Luís Arturo. Sabía bien que las herramientas matemáticas como las cadenas de Markov  no tienen “memoria”, es decir, descrito un estado del sistema, el siguiente es totalmente independiente del anterior. Por tanto, no pueden “predecir”. El Dr. Helmus  pareció comprender su angustia: «No desista, le dijo, abandone su desprecio por las probabilidades, use con prudencia sus cadenas de Markov y le aseguro  un éxito rotundo.” Abandonó la oficina del director molesto; no trataba de hacer cálculos para mercachifles que quieren vender lavadoras o cigarros, le interesaba construir unas matemáticas aplicables a lo humano.

¿Por qué las matemáticas son tan ingratas? se preguntaba, funcionan con una fidelidad asombrosa cuando se trata de fenómenos físicos; pero las muy putas sólo le hacían guiños a las ciencias sociales y cuando se trataba de actuar en serio mandaban para calentar braguetas a su madrota: las estadísticas.

Recordó sus lecturas de Hegel y Schopenhauer, los dos pinches alemanes despreciaban  las matemáticas y las descalificaban como ciencia y para colmo, el segundo, odiaba al primero; pero en lo de las matemáticas estaban de acuerdo los muy cabrones; de modo que, si creyera en sus afirmaciones, no se podría construir una teoría matemática de ningún fenómeno y mucho menos de uno social. En la realidad el asunto era muy diferente ¿Pero por qué las matemáticas funcionaban tan bien con la física y no con la sociología?

Le tomó gusto a caminar por las tardes por los jardines de su universidad mientras pensaba en esa resistencia  de las matemáticas para con los fenómenos  sociales. ¿Por qué no quieren con ellos? Las matemáticas se comportan con las ciencias sociales como las taberneras de mi tierra, le gustaba decir, mientras consumas de sus cervezas te dan jalón; pero una vez que se te acaba el dinero te mandan a la chingada. Con las matemáticas sucede los mismo, mientras madrotean las estadísticas tienes la ilusión de hacer ciencia, pero cuando intentas salirte de las probabilidades ¡nada ajusta!

Ya pinche Arturo, le decía Ricardo Arnaud, un mexicano de origen francés que estudiaba economía en Manchester y que lo visitaba en verano, ¡te vas a volver loco cabrón!

Le gustaba platicar con Ricardo y salir a beber cerveza mientras hacían planes para transformar al mundo. El tema central eran las mujeres, pero pronto se desviaba la discusión hacia temas de econometría y sus posibilidades como campo para fundar unas nuevas matemáticas. No es posible, decía Arturo contradiciendo a su amigo, la econometría es la misma madrota pero con distinta ropa.

Una tarde mientras se peinaba ante el espejo para después salir a dar su ya acostumbrado paseo, al verse reflejado tuvo una revelación. Estaba fascinado, no podía creer que le hubiera pasado a él que no creía en nada que no fuera racional; pero la idea ya no lo abandonó. Repasó mentalmente los tres grandes principios de la lógica aristotélica: el principio de identidad, el de contradicción y el del tercero excluido. El cuarto , el de razón suficiente, no lo era en realidad, era más bien un meta-principio.En cuanto al principio del tercero excluido, éste era un complemento del de contradicción; de modo que la cosa podía ser planteada de la siguiente manera: el ser es idéntico a sí mismo, y no puede ser y no ser al mismo tiempo. A eso se reducía todo.

Todas las matemáticas venían de esos dos juicios ligados por una conjunción; lo demás era poner en movimiento la razón. Pero algo no acababa de convencerlo ¿Por qué le parecía incompleta esta brillante síntesis que, según él, había logrado Aristóteles con sus «cuatro» principios? Obsesionado por esa idea, la respuesta la encontró pocas semanas después en Hegel: el devenir.

La lógica de Hegel no enfatizaba  la identidad sino  la contradicción. Por tanto, lo uno que deviene en otro, era el principio que la guiaba. Pero no fueron las lecturas filosóficas las que le provocaron el chispazo, sino la revisión de su ya vieja tesis de licenciatura.

A diferencia de la teoría clásica de los conjuntos, en la que un elemento pertenece o no  a un conjunto determinado, en los conjuntos borrosos se establece la existencia de una función de membresía; en otras palabras, un elemento puede presentar diferentes grados de pertenencia a un conjunto. Aunque la teoría pone énfasis en lo “borroso” de los límites de un conjunto, para Luís Arturo, no era así. Si el énfasis se transfería al elemento, el principio de contradicción se desvanece, por tanto, resultaría falso o al menos inoperante el principio del tercero excluido, ya que el devenir existiría como un tercer estado del ser y su expresión matemática sería la función de membresía.

Este simple cambio representaba una síntesis  diferente a la aristotélica que proviene de la  reflexión sobre la naturaleza y no sobre lo social. ¡Por eso la puta no quería, se le pagaba con una moneda que no aceptaba! Pero ahora era distinto, construir unas nuevas matemáticas a partir de enriquecer los principios lógicos con la categoría del devenir parecía posible, después de todo el cálculo diferencial ya lo había intentado. Así que Schopenhauer  y Hegel tenían razón en su caracterización de las matemáticas y los dos, después de muertos, volvían a estar de acuerdo una vez más.

A partir de su descubrimiento su carácter cambió. Dejó de frecuentar los bares y se olvidó de los paseos vespertinos. En una ocasión que Ricardo aprovechó un período vacacional para visitarlo, se negó a salir con él. Ricardo salió del cuarto maloliente mentándole la madre y azotando la puerta. A los pocos meses se volvió un ser despreciable. No se cambiaba de ropa, se dejó la barba y casi no se bañaba, o lo hacía muy de vez en cuando. En clase sus compañeros le hacían un claro al alejar sus sillas de la suya, y los profesores justificaban en silencio la discriminación de que era objeto.

Su tesis  versó sobre un tema insulso: “Espacios vectoriales y vectores de expansión en el algebra lineal”. Había escogido el tema más árido para no llamar la atención sobre sus verdaderas intenciones. Su asesor  le recomendó que cambiara su tesis por algo más cercano a los temas de investigación de moda; pero se rehusó. Su propuesta fue aceptada sólo porque su desempeño había sido excepcional durante los dos años de la maestría.

Fijó su objetivo final para su tesis doctoral: demostrar que todas las matemáticas se podían derivar con estricto rigor lógico y sin paradojas, de lo que ahora llamaba Teoría Universal de los Conjuntos, una teoría que se sostenía en una versión integrada de la lógica formal y la del devenir. Pero aún no mencionaba nada de su aplicación a las ciencias sociales. Eso, lo dejaba para después.

La presentación de su disertación doctoral fue apoteótica. Esa mañana llegó al Aula Magna de la Universidad bañado, afeitado y oliendo a lavanda. En el presidium estaban su asesor de tesis, el Dr. August Kriege, el Director del Instituto de Matemáticas Avanzadas de Gotinga y el Rector de la Universidad. En primera fila y entre el público que llenaba la sala, estaba su mamá que había viajado desde su pueblo para ver a su vástago presentar un examen que ella estaba muy lejos de comprender. Su marido no la acompañó, había muerto hacía apenas tres meses.

Los periódicos de la Universidad de Gotinga le dieron un importante espacio a la disertación doctoral del mexicano Luís Arturo Ramos Pineda que prometía revolucionar las matemáticas; pero la comunidad científica no pareció enterarse. Unos meses más tarde recibió una oferta de trabajo del Instituto Francés de Física de Cristales, no era un gran sueldo ; pero le daría tiempo para dedicarse a su proyecto y estaría en la bella París, de modo que aceptó. En el Instituto Francés se pasaba las mañanas resolviendo problemas geométricos para los físicos teóricos. Le era de gran utilidad su dominio sobre el álgebra lineal  para resolver problemas de geometrías no euclidianas; pero no eran esos los  problemas que lo apasionaban.

Al terminar su jornada de trabajo le gustaba ir al café de L’Opera  o al Barrio Latino a tomar cerveza y escuchar las interminables discusiones que, sobre la situación mundial, sostenían viejos comunistas, anarquistas, ecologistas, New Age, líderes guerrilleros latinoamericanos, artistas y hasta algún paisano del Istmo que se apersonaba por aquellos lares con aires de poeta.

La caída de la Unión Soviética produjo su paradoja: una interminable multitud de pequeñas guerras y la despiadada explotación de los países pobres justificada ahora por el mito de la globalización. Luis Arturo pensaba que sólo los imbéciles podían creer en eso. La creciente interrelación entre las culturas y estados del planeta que inició en el siglo XV y continuaba hasta ahora, no justificaba ni explicaba el desastre en que habían convertido a África y América Latina. Según él lo que en realidad estaba ocurriendo era que la rapiña de los países poderosos no tenía oposición. El neoliberalismo y el llamado pensamiento único se adueñaban del mundo, mientras los estúpidos se tragaban el cuento de que las responsables del caos eran las grandes transformaciones asociadas a la  globalización. ¡Pura mierda! No parecía haber salida. De las teorías de Luhmann hasta las de Habermas, todo le parecía un aburrido y estéril rollo y eso de tomar las armas para terminar haciéndole el juego a la industria armamentista se le hacía la mar de ingenuo.

En una de esas visitas a las brasseries del barrio latino se encontró a su amigo Ricardo Arnaud, quien lo saludó y lo abrazó efusivo  y le invitó una cerveza. Le dio mucho gusto verlo de nuevo. Ricardo se veía saludable, despreocupado; trabajaba en una oficina londinense del Club de Roma, tenía como novia a una inglesita guapa y cachonda que se llamaba Unah. ¡Qué pinche nombre! le dijo Luis Arturo; Ricardo sonrió  y  le brindó, con el tarro de cerveza en alto, una sonora mentada de madre.

Varias cervezas después Ricardo le confió a su amigo un proyecto secreto del Club de Roma. Luis Arturo sonrió con sorna. Otra de sus mamadas dijo, y bebió de su cerveza. Debería interesarte güey, se trata de algo que a ti te gusta le replicó Ricardo con aparente desinterés. Están ensayando un modelo matemático para pronosticar consensos de opinión.

Ricardo dio en el blanco. Luis Arturo hizo a un lado su tarro de cerveza mientras se  acercaba  por encima de la mesa. ¿Me estás cotorreando güey?, le dijo desconfiado, esa madre sólo la puedo hacer yo. ¿Por qué crees que vine a buscarte pendejo? o ¿A poco crees que este encuentro fue casualidad pinche muxhe? Le espetó Ricardo.

Luis Arturo se instaló en Londres en un pequeño departamento de Totham Street, cerca del Museo Británico, de ahí se desplazaba a pie hasta las oficinas del Club de Roma frente a  Trafalgar Square. Trabajaba a dos turnos y abandonaba la oficina por la noche ya muy tarde. Casi un año después presentó al consejo directivo del Club de Roma su obra. Lo que les mostró los dejó boquiabiertos: era un modelo que permitía representar las opiniones de las personas  mediante  vectores y sus componentes eran números cuyos valores podían ir de cero a uno, matizando así el pensar de alguien sobre alguna temática.

Los vectores, que  podían ser miles, o millones, pero siempre un número finito, constituían en su conjunto un espacio vectorial. La teoría demostraba que cualquier espacio vectorial podía reducirse a unos cuantos vectores o a uno sólo, y que estos, mediante algunas manipulaciones algebraicas, podían generar todos los posibles vectores del espacio definido, ¡aún aquellos que no se habían imaginado! Lo sorprendente eran las implicaciones del modelo. Si cada vector representaba una opinión diferente en un grupo humano, la teoría predecía que era posible reducir esa multiplicidad de opiniones a unas cuantas o a una sola. Es decir, podía predecir la posibilidad de construir consensos.

La teoría fue conservada en secreto y el Club contrató a sociólogos, antropólogos, psicólogos y expertos en comunicación para ensayar experimentos. Éstos consistían en reunir a un grupo de 50 ó 70 personas, proponerles un tema de discusión y encuestar sus opiniones al respecto. Mediante la Teoría Universal de Conjuntos, como le decían ahora al modelo de Luís Arturo, se pronosticaba la posibilidad o no de lograr un consenso en el grupo bajo estudio. De esta manera, si a partir de los cálculos se obtenían dos vectores de expansión y se asociaban a cierta distribución de la población objetivo, se podía decidir cuál sería la opinión que ganaría más adeptos. Si el vector de expansión era sólo uno, el consenso se podría lograr con un 100% de probabilidad. El resto era trabajo de sociólogos, psicólogos y comunicólogos que inducían al grupo hacia la opinión de consenso.

Los resultados fueron sorprendentes. Todas las predicciones del modelo se cumplían con  exactitud, con una precisión nunca soñada en las ciencias sociales y menos a partir de una teoría  matemática no  probabilística. Los experimentos fueron ampliándose a grupos mayores y bajo menos restricciones experimentales. Los resultados seguían concordando con las predicciones del modelo. Después de eso  Luís Arturo fue promovido a director del área de matemáticas aplicadas del Club de Roma, lo habían cambiado de su pequeño departamento a una suite del hotel Prince Albert y le habían quintuplicado el sueldo y las prestaciones, todo  a cambio de no publicar nada sin  la autorización y el patrocinio del Club de Roma. Aceptó.

De lo que vino después, Arturo sólo se enteró por la prensa y en parte por Ricardo quien, desde que se había convertido en un hombre influyente, no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Supo que los directivos del Club convocarían a una cumbre internacional en la que participarían el grupo de los ocho y los de Medio Oriente. Se pretendía  lograr con la cumbre una declaración que culminara meses después en un  acuerdo mundial por la paz, la equidad y el desarrollo sustentable. Las intenciones de los miembros del Club de Roma eran evidentes para Luís Arturo: construir las condiciones para que los “aliados” se apropiaran del petróleo y controlaran de paso la zona por la que se construiría el acueducto para Palestina, Israel incluido.

La cumbre se convocó y se desarrolló como estaba previsto; pero los resultados no fueron los esperados. El modelo había predicho la posibilidad de un consenso con tres vectores de expansión con una concentración de opiniones de 5%, 10% y 75% en cada uno de ellos, esto significaba un éxito total; pero los resultados no se comportaron de esa manera.

En los hechos, las opiniones se polarizaron casi en 50% y 50% en dos vectores de expansión. ¿Por qué? Le preguntaron a Luis Arturo los directivos del Club de Roma. El modelo era impecable, de modo que la causa del error debía estar en otro lado. El matemático revisó el programa de cómputo que  habían elaborado los expertos informáticos para aplicar sus ecuaciones en esa ocasión y encontró un pequeño error en una subrutina, que explicaba la diferencia entre la predicción y los resultados. Su teoría no había fallado. Respiró tranquilo, aunque de algún modo el costo de su consagración definitiva fuera una nueva guerra.

Bebió otro trago de cerveza mientras escuchaba la declaración formal que daba inicio a las hostilidades y que el Presidente de los Estados Unidos leía en ese momento, en representación de su bloque de aliados. Le pidió la cuenta a la mesera y mientras depositaba el dinero en la pequeña charola, pensó que sería difícil publicar sus descubrimientos en los tiempos que se avecinaban. Ya no quiso pedir cordero.

Tomó su bufanda y su abrigo, salió a la calle pensando en buscar a un informático en el que pudiera confiar para encargarle el desarrollo de un nuevo programa para su modelo. Tomó rumbo al oeste, hacia su hotel y vio a Ricardo a lo lejos con una  mujer disponiéndose a tomar un taxi ¿Sería Unah? En medio de la guerra ¿a quién le podría importar una infidelidad?