Por: Juan Pablo Vasconcelos

Gran parte de nuestros problemas radica en la cortedad de miras. Pensamos que todo debe seguir siendo como lo ha sido siempre, con sus mismos tamaños, tonalidades, límites. Nos frenamos en imaginar, por ejemplo, que ésta habitación donde yo te escribo o donde tú me lees, pueda cambiar de pronto este color claro y amelonado, o que una pared le sea derribada por completo, o bien, que esa ventana de tamaño fijo y antiguo pueda extenderse lo más hasta dejar de ser ventana y transformarse vivamente en un corredor fulgurante.

Lo que debemos saber, sin embargo, es que esta habitación y todo lo que nos rodea, incluso nuestro interior, se transforma a pesar de no imaginarlo, a pesar de no haber intervenido en ello, aún sin quererlo. Todo está cambiando a cada momento. A cada hora el río es diverso y no podemos detener su paso.

Para decirlo de otra manera: en la historia de las inevitables transformaciones está la historia de la vida; la vida es cambio en el tiempo.

Insisto por ello en que los ciudadanos de nuestra época tendríamos que poner atención en los cambios. Los de nuestras urbes, poblados, comunidades, colonias, calles, personas, pues en esos cambios es tangible nuestra propia transformación; ahí podemos verla, tocarla, palparla, sentirla, comprobarla.

En pocas palabras: somos la ciudad que habitamos, crecemos con ella, integrados, inseparables.

Las ciudades son las personas que las habitan.

Así, cuando hablamos de las capitales más antiguas es inevitable referir a las civilizaciones que las hicieron posibles. Ya en Egipto, ya en Perú, Keops o Machu Picchu, las personas de la época crecieron sus linderos interiores para imaginar y crear las maravillas heredadas. Ni qué decir de Monte Albán o Petra.

Por eso, cuando hablamos de Oaxaca de Juárez es incorrecto despersonalizar sus problemas o virtudes. Cuando decimos que esa ciudad  está desordenada, desaliñada, desbordada, lo hacemos en un tono objetivista, como hablando de algo que nos es ajeno,

Pero por el contrario, la ciudad está como se calificó porque seguramente sus habitantes no hemos aprendido a ser de otra manera, a comportarnos en sentido inverso a esos resultados, a intervenir en la realidad de la ciudad como en la nuestra para provocar que nos transformemos nosotros y con ello la ciudad, negociando las tensiones, propiciando los consensos.

Lo que sucede allá afuera, en el exterior, está sucediendo en el interior de las personas. No hay desfase posible, hay integración.

Quizá un magnífico ejemplo lo sea la Zona Metropolitana de Oaxaca. Compuesta por cerca de 22 municipios, carece en diversos ramos de bases, políticas y enfoques públicos y privados que permitan mirarla en unidad, aunque compartan en lo general problemas, carencias y oportunidades. Los 22 municipios, a pesar de esfuerzos aislados, se resisten a aceptar una realidad que los rebasa, producto de las transformaciones inevitables de las que hablo arriba.

Asuntos como transporte, agua potable, seguridad pública, comercio y giros negros, empleo, servicios municipales, son parte de una agenda que ya no puede abordarse por separado.

El más elemental diseño de políticas y soluciones exige una delimitación geográfica, y en el caso de la Zona Metropolitana de Oaxaca, esa delimitación ya no puede seguir siendo la división tradicional sino debe sustituirse por otra, mucho más acorde con las condiciones presentes.

Por ello, el recambio que se avecina en el Congreso Local y de autoridades municipales en el estado, resulta una magnífica oportunidad para abrir un capítulo en el debate público sobre este tema específico: cómo abordar el momento de la historia que nos ha tocado vivir en el cual es necesario redimensionar las fronteras de la capital del estado y de los municipios circunvecinos para crear finalmente la Zona Metropolitana de Oaxaca.

¿Para qué? Para potenciar los recursos compartidos, mejorar la calidad de vida y desarrollar integralmente nuestras posibilidades individuales y colectivas.

Muy posiblemente nos demos cuenta que en esta determinación esté cifrado el futuro de nuestra generación y de las que vienen detrás: la creación de una Zona Metropolitana moderna, digna, educada, a la altura de otras que ya han dado el paso en el país y en el mundo y que han entendido bien el momento histórico que les ha tocado vivir.

Sin sacrificar tradiciones, sino fortaleciéndolas.

Es cuestión, otra vez, de abrir nuestro imaginario, construir una visión ambiciosa y objetiva de nuestro entorno, compartirla y educar. Educar en el más amplio sentido: forjar seres humanos proclives a la vida, capaces de construir un sitio correspondiente a esa visión, proporcional a los ilimitados alcances humanos.Nos ha llegado el tiempo de pensar y actuar en ello.

 

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