Por: Miguel Carbonell

¿Qué pasaría si en una determinada semana se cayera un enorme avión comercial con 450 pasajeros abordo en cualquier punto de la geografía mexicana? Lo más probable es que hubiera una gran escándalo y una completa cobertura periodística.

Los responsables tendrían que dar muchas explicaciones, las compañías de seguros enfrentarían cuantiosos desembolsos, la bolsa de valores se sacudiría, etcétera.

¿Y si a la semana siguiente volviera a suceder un accidente semejante? ¿Y si cada semana, una tras otra sin pausa, murieran por accidentes aéreos 450 personas? Sería un escándalo mundial. Lo más probable es que se cerrarían muchos aeropuertos, quebrarían las aerolíneas, se aplicarían estrictos controles a los pilotos, se verificarían con medidas extremas los aviones, a los pasajeros no se les permitiría llevar nada en la cabina.

Pues bien, lo que acabo de narrar como una verdadera pesadilla ya sucede en nuestro país. La diferencia es no ocurre en el sector aeronáutico, sino en nuestras calles y nuestras carreteras.

Según información del Consejo Nacional para la Prevención de Accidentes, el asfalto y la falta de control sobre el transporte mata a más mexicanos que la guerra contra el narco.

Cada año en México se registran unos 4 millones de percances automovilísticos, en los cuales mueren 24 mil personas y otras 40 mil quedan discapacitadas. El 61% de esas muertes ocurre en zonas urbanas y el 39% en carreteras.

¿Cómo es que esa inmensa tragedia no genera un gran movimiento nacional de
repulsa? ¿cómo es que ninguna autoridad parece hacerse responsable por ese
drama cotidiano que deja regadas de sangre nuestras calles? ¿qué más debe suceder para que entre todos exijamos que se tomen decisiones drásticas para disminuir la siniestralidad en las carreteras del país?

Hay muchas medidas que se podrían tomar para evitar tantas muertes y tantas
personas heridas para siempre.

Por ejemplo, se podría ser mucho más exigente al momento de expedir licencias de manejo. Actualmente la expedición de licencias es un trámite burocrático con  finalidades puramente recaudatorias. Como regla general, basta pagar en una ventanilla y rellenar un formato para poder obtenerlas. Se deben aplicar exámenes teóricos y prácticos, para verificar que quien está detrás del volante en efecto está preparado para conducir un vehículo. La corrupción debería ser ejemplarmente combatida en este terreno.

También se podría mejorar (y mucho) el estado de nuestras carreteras. Hay  abundante evidencia científica que demuestra que una buena conservación de la carpeta asfáltica sirve para prevenir accidentes. Las carreteras mexicanas –con pocas excepciones- dejan mucho que desear. Quienes hayan manejado en carreteras de otros países saben a lo que me refiero.

Una tercera medida para disminuir la mortalidad tiene que ver con los señalamientos carreteros: desde la pintura que separa los carriles, hasta la indicación adecuada de las curvas peligrosas o los letreros para orientar a tiempo a los conductores respecto de las bifurcaciones o salidas que deben tomar. Hay mucho por hacer en esa materia.

Como cuarta medida, de entre las miles de cosas que deben hacerse, se puede  mencionar la necesidad de extender la conciencia entre la población de los riesgos que se corren por no conducir observando las reglas de velocidad y seguridad. En otros países se han hecho campañas televisivas con víctimas reales de accidentes, incluyendo testimonios durísimos de jóvenes que se vieron reducidos a una silla de ruedas por manejar borrachos. En vez de los absurdos anuncios con que nos martillan diputados y senadores, sería más útil una campaña a favor del uso del cinturón de seguridad.

También se debe hacer una regulación mucho más estricta del transporte de carga.

En México, debido a la carencia de transporte ferroviario y a lo caro que resulta el transporte por vía aérea, nuestras carreteras están repletas de camiones que con frecuencia exceden el límite de peso que tienen asignado.

Abundan los casos de choferes que manejan sin descanso durante largas jornadas con tal de completar su sueldo o de ganarse algún pago extra. Eso supone un grave riesgo para ellos y para los demás automovilistas.

Las miles de muertes de peatones y automovilistas no pueden dejarnos impasibles.

Una sociedad moderna debe hacerse cargo de reducir esas áreas de riesgo, que terminan con vidas, dejan a víctimas en estado de graves discapacidad y nos cuestan muchísimo dinero. Hay que invertir en prevención y hay que concientizar a ciudadanos y autoridades sobre la urgencia de tomar medidas adecuadas. Al hacerlo ganamos todos.