eloriente.net

29 de agosto de 2013

Por: Juan Pablo Vasconcelos

El problema de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) es que ha dejado crecer tanto su fronda que ha olvidado las raíces.

Y entre las ramas ha perdido toda forma comprensible, aprehensible, para quien la mira. En la negociación de aguinaldos, primas vacacionales, hoteles magisteriales, despensas, escalafones, cuotas, ha ido construyendo un lenguaje que se les ha vuelto una realidad; una realidad que, por otro lado, no tendría nada de malo si no fuera porque está muy cerca del desvarío.

En aras de su lucha (su realidad), se han permitido toda clase de acciones y agresiones en puntos neurálgicos de la capital del país la última semana; pero debe saberse sobre todo que se las han permitido al menos durante los últimos 20 años en Oaxaca. Lo que en el DF se sufre en los días recientes como embotellamientos y tráfico inusual, en Oaxaca ha devenido con el tiempo en ignorancia y atraso. Mientras la niñez del DF no ha podido llegar temprano a sus escuelas, en Oaxaca se tiene un rezago en educación básica superior al 50%, el más alto del país.

Por eso, el problema de la CNTE es más profundo de lo que parece. No se trata de aplicar la fuerza pública en contra de sus manifestaciones o no; dispersar las inconformidades con miras al primer informe presidencial, o no; tener plena conciencia de que en las batallas de 2013 se está librando en realidad la batalla política de 2018, por lo cual Mancera, Cordero, Ebrard, Beltrones, encarrilan o descarrilan según el caso. 

El problema del Sentido Común

El problema de la CNTE está en el sentido común, por eso nadie la comprende, porque no tiene explicación como negocio público, sino sólo como negocio privado.

El sentido común dice que para acceder a un trabajo tan delicado como el educativo es necesario calificar adecuadamente una evaluación imparcial e independiente; la gremial dice lo contrario. El sentido común dice que sería correcto dar una oportunidad más para quien no pase esa evaluación; la gremial no está de acuerdo. El sentido común dice que para cobrar un salario es necesario trabajar; la gremial en los hechos rechaza esta premisa. El sentido común dice que para cobrar un salario y los bonos respectivos hay que trabajar; la gremial cobra el salario y los bonos en cualquier circunstancia.

También dice que el empleador no puede ser empleado. En Oaxaca, debe saberlo el país, la 22 lo controla todo en el sistema. Incluyendo la nómina, la evaluación, las promociones.

Lo más delicado: el sentido común dicta que la figura del profesorado tendría que estar revestida de argumentaciones y sentido de la solidaridad, pero los trabajadores de la educación son contradictorios con respecto a estos valores.

Compasivos, dicen defender a la niñez pero no la educan; dicen defender a los pobres pero son quienes, por conveniencia o ignorancia, aceptan una clase o un grupo sin tener la capacidad mínima requerida, lo que condena para siempre a los pobres a escasas oportunidades y capacidades.

Es sabido, por lo demás, que el magisterio cobra a los profesores que se niegan a participar en las marchas y plantones. Los sanciona con una parte de su salario, misma que se duplica en el caso de reincidir en la desobediencia. ¿Ustedes conocen algo más violatorio a los derechos laborales que esta imposición?

Por eso, el árbol magisterial es incomprensible, porque existe sin asidero en la realidad colectiva.

El magisterio volverá a Oaxaca ¿cómo?

Para Oaxaca la desesperanza en un lastre. Pues aunque el país ha puesto sobre la mesa la discusión educativa y magisterial, poco se confía en que el sistema se transforme. Sin embargo, ese es el compromiso deseable por parte de la Federación y del país con Oaxaca: ahora que han vivido en carne propia los embates del magisterio y están más enterados de su funcionamiento, no será ético, comprometido, honorable, que nos envíen de regreso el problema sin que venga cargado de posibles soluciones.

Si no, para qué el pacto federal.

Escribe a direcciongeneral@eloriente.net

*El autor es Magister en Gestión Cultural por el Instituto José Ortega y Gasset.