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2 de octubre de 2013
Por: Rodolfo Naró
Adentro del edificio tocamos en las puertas de los departamentos pidiendo ayuda. Huíamos de los balazos. Afuera había helicópteros sobrevolando, tanques de guerra a punto de disparar, después supimos que más de cinco mil soldados del ejército estaban dispuestos a matarnos. Los gritos y el llanto de terror venían con nosotros. Una señora en un séptimo piso del edificio Chihuahua nos abrió la puerta, nos escondimos en el baño. Éramos más de veinte. Entramos como pudimos. Oíamos las metralletas desbocadas, las botas de los militares como una estampida por las escaleras, derribaban las puertas con la culata de sus rifles. Allanaban las casas, buscando. Un milagro evitó que entraran a donde estábamos. Salimos hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Fuimos más de veinte hacinados en un baño. Había tres ancianitas siempre a punto de desmayarse. Unas jóvenes que nunca pudieron controlar el llanto y la histeria, más de un camarada se orinó o se cagó encima. Salimos a las nueve de la mañana, vomitados, sucios, aun temblando a la calle. La Plaza de las Tres Culturas estaba impecable. No había rastros del mitin, ni de sangre, la limpieza había sido simultánea, sin embargo, en el aire seguía el olor a muerte.
A Jalisco, en aquellos días llegó la noticia de que un grupo de comunistas querían arriar la bandera de México en el Zócalo para izar la de Rusia. Se trató de tergiversar la información de un movimiento sin pies ni cabeza donde nadie supo quiénes eran los buenos y quiénes los malos. El gobierno fue juez y parte. Nunca emitió una versión oficial, ni dio explicaciones. No ha permitido que los libros de texto de educación básica recojan los hechos. Comenzó el terrorismo de estado, la Guerra Sucia. Yo conocí la versión extraoficial hasta cuando se cumplió el décimo aniversario de la matanza. Mi padre por ese tiempo era presidente municipal de Tequila y quiso hacer un modesto homenaje a los caídos. Invitó al tío Rafael a dar una plática de lo que él había vivido en esa fecha y como estaba recién ordenado sacerdote, pidió permiso en la parroquia para oficiar una misa y ofrecer un minuto de silencio. Ha sido uno de los mejores sermones que he escuchado en mi vida. Sus palabras zumbaban como balas y el minuto de silencio se prolongó en un fuerte aplauso. Por primera vez escuché los nombres de Heberto Castillo, José Revueltas. Los tres días que el tío Rafael estuvo en mi casa nos contaba sus batallas perdidas, decía él. Yo siempre dudé que fuera sacerdote, aunque hablaba con tono pausado típico de los curas, su mirada era de una vitalidad de guerra.
A 40 años de ese 2 de octubre, de por lo menos 400 muertos, 6 mil detenidos y desaparecidos. Donde todos perdimos a un hermano mexicano en un movimiento que ahora parece ser concesión de un grupo político y en el que gran parte de las nuevas generaciones no se reconoce o le parece ajeno, la fecha ha quedado como un símbolo para el Distrito Federal, capital de un país dividido, donde cada región y cada estado ha vivido ya su propia matanza.
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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. wwww.rodolfonaro.com
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