eloriente.net
21 de marzo de 2014
Me están provocando
Las provocaciones existen. Los niños provocan. Los narcos. La mujer de Fernando lo hace de una manera sutil, levantándose con sigilo y cierta crueldad por las mañanas, para correr súbitamente las cortinas de la habitación y trasladar a mi amigo desde el regocijo del sueño al sitio donde Fernando ha estado y estará con disciplina: junto a ella, el resto de sus días.
Hablando de provocaciones, una vuelta a la realidad siempre resulta un desafío de dimensiones mayúsculas.
Por eso, cuando un gobernador, una presidenta, un jefe de familia, acusan a tales o cuales miembros de su comunidad de estarlo provocando, podemos entenderlo (sin compartirlo) serenamente. Sucede. Nicolás Maduro y la oposición venezolana, Carlos Salinas y el zapatismo, el Rey de España y los ecologistas de buena conciencia. Líderes que argumentan ser presas de rebeldes y soñadores que actúan como adolescentes, esperando una respuesta paternal y socarrona.
La provocación como justificante, sin embargo, es la otra cara de la moneda. Justificante de la omisión, el desenfado, la ausencia de control real sobre sus propios jugadores, la falta de ideas claras, el agotamiento de un repertorio de respuestas eficaces a problemas concretos, el menosprecio.
Acusar la provocación pues como una mera estrategia de autodefensa, para seguir omitiendo finalmente las responsabilidades propias. Entre otras la más básica: la omisión de hacer el trabajo que les corresponde. Ni más, pero tampoco menos.
Leo que en Oaxaca, estos días, diversas voces reclaman ejercer la fuerza del Estado contra manifestantes normalistas. Y junto con ellos, imagino, contra el resto de expresiones que casi cotidianamente reclaman y causan destrozos a negocios, patrimonio cultural, construcciones civiles, instituciones.
Esas voces, las bienintencionadas, reclaman la fuerza de la ley y el establecimiento del orden. No la venganza, no el derramamiento de sangre. No la represión (vaya término).
Sin embargo, no creo que solo reclamen algo si bien relevante, igual incompleto. Bien visto, lo que expresan es un llamado civil a que la autoridad actúe y ejerza la totalidad de sus potestades de gobierno. Y eso no quiere decir por necesidad que despliegue la fuerza o combata las manifestaciones con tolete y torreta. Más bien, significa que se ejerzan las funciones del gobierno, integralmente y sin demora.
Un gobierno eficaz, proactivo y total, actuando en varios frentes con fluidez.
Por ejemplo, que se haga política, más política, buena política, y se informen con claridad los avances sustanciales de negociaciones y mesas de trabajo; que se asegure el imperio del derecho y cuando haya que hacer cumplir las leyes, se expliquen los fundamentos correspondientes, pero que no se omitan bajo ninguna circunstancia los procedimientos legales, pues la impunidad es un mal que se esparce con singular voracidad; que se implementen mecanismos profesionales de información, tanto para prevenir desmanes como para comunicar y proteger a los ciudadanos de asuntos como la violencia callejera o el vandalismo; que el gobierno deje de pensar solo en sí mismo, y se ocupe de lo que piensan y viven a diario los ciudadanos.
Estas medidas y muchas otras, significan el trabajo del gobierno. Y si las acciones definen a las personas también definen a las instituciones. Estas medidas pues ‘son’ el gobierno.
El llamado civil no es a utilizar la violencia estatal. El llamado civil es a no utilizar la provocación como justificante de las omisiones y a actuar en todo caso con diligencia, prudencia, ideas claras y determinación.
Foto: CENEO
*Juan Pablo Vasconcelos es Magister en Gestión Cultural por el Instituto José Ortega y Gasset. Contacto: direcciongeneral@eloriente.net
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