eloriente.net

27 de marzo de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

“La simplicidad es olvido de sí, del orgullo y del miedo: es sosiego contra inquietud, alegría contra angustia, ligereza contra gravedad, espontaneidad contra reflexión, amor contra amor propio, verdad contra pretensión…: André Comte-Sponville.

 

La muerte es simple. Llega y lo termina todo. Sin debate de por medio. No le preocupan ni los testamentos, ni los perdones, ni la intensidad de los sollozos de familiares y conocidos. Le deja todas las complicaciones al pasado y a los sobrevivientes.

Si has visto una muerte de cerca, seguro te ha sorprendido esa simplicidad.

Cómo puede algo terminar sin explicaciones o sin que haya por lo general una segunda oportunidad, o aún más, sin un responsable que repare a cabalidad el tremendo daño.

Pero la muerte no es la única que se comporta sin estos modales tan humanos y civilizados. En general, la vida está compuesta de situaciones que no controlamos, que suceden, como el amanecer, el tiempo, inclusive el amor. Situaciones por cierto de carácter tan democrático que suponerlas una cuestión personal está absolutamente fuera de lugar.

Sin embargo, a veces así lo concluimos. Creemos que el mundo está hecho y destinado en razón de nosotros, quizá porque solo podemos verlo a través de una única conciencia, que es la nuestra.

Entonces comenzamos a imaginar mundos sobre mundos, a figurar intentos por comprender y explicar, por adelantarnos a los daños, adaptarnos y sobrevivir, por salvarnos. A las personas que vamos conociendo les concedemos cualidades y defectos, prejuiciamos, hacemos generalizaciones sobre situaciones similares, nos convertimos en autómatas de nuestro propio sistema de creencias.

Y allí avanzamos, complejizando, enmarañando.

Sucedió hace algunos días.

Teníamos tres soluciones sobre la mesa. En la reunión, el contexto estaba claro. También el curso de acción. Solo era necesario atender el sentido común y elegir alguna de las salidas —todas por cierto con más ventajas que riesgos.

Pero uno de los asistentes se quedó atrapado, visiblemente, en su maraña. En el noveno mundo de sus figuraciones.

Supuso intenciones secretas, escenarios catastróficos, daños a su trayectoria, abusos de confianza. Cargado de ideas preconcebidas y antiguos rencores, cruzó los brazos y en vez de elegir una salida obstaculizó todos los caminos. Fue como si se empeñara en permanecer adentro de una cueva aún sabiendo que muy pronto se vendría abajo.

Sentí cierta compasión, porque alguna vez todos hemos estado en sus zapatos. Y se sufre.

Es un dolor intenso el pensar que la realidad y quienes te rodean están tramando un ataque en tu contra. El cazador te persigue y huyes despavorido, te ocultas, te agazapas y te lanzas en contraataque cuando llega el momento. Lo más probable es que pierdas, pues no traes el arma. Pero lo intentas.

La tragedia sucede más tarde, cuando caes en cuenta que nadie te perseguía y el cazador resultó un amigo y el bosque era el sitio más tranquilo sobre la tierra. Pero ya no puedes volver atrás y te lo perdiste.

Durante la reunión con tres soluciones sobre la mesa, lo más simple resultó levantarla y convocar para un mejor momento. Yo sabía que un corazón obcecado termina de cualquier forma por creer lo que quiere.

Cuántas oportunidades se nos han escapado por anteponer el orgullo, el amor propio, una falsa apreciación a la realidad.

La simplicidad, dice Conte-Sponville, tal vez no sea otra cosa “que sentido común, rectitud de juicio cuando éste no se encuentra atiborrado por lo que se sabe o por lo que se cree, cuando está abierto a todo lo real, a la simplicidad de lo real, cuando se está siempre como nuevo en cada una de sus operaciones”.



Ser nuevos cada instante.

Vaya complejidad si lo pensamos, vaya simplicidad si lo ejecutamos.

Porque hacer más simple o sencilla nuestra vida no puede ser proponérselo y acumular razones para hacerlo. De alguna manera, el solo hecho de racionalizarlo ya lo complejiza. Se trata llanamente de vivir esta virtud y quitar el freno.

Sucede también en lo colectivo, donde la complejidad es reguero de pólvora. Y todo, entre otras cosas, porque estamos habituados a ver moros con tranchetes —como decía el clásico—, la paja en el ojo ajeno, el más sabe el diablo por viejo, la experiencia como maldición.

Llenos de prejuicios individuales, nos convertimos en células de un cáncer colectivo: la parálisis por confusión.

Porque la consecuencia de enmarañar la claridad es el desorden, la ausencia de claridad, la angustia. Es natural: nadie puede andar en esa oscuridad, y mientras persistamos todas las soluciones nos parecerán imposibles. Imposible el arreglo en el sistema educativo, el servicio civil en la burocracia, la disminución de la pobreza, el combate a la corrupción.

Con la mirada vieja nada es viable.

Con la mirada nueva, el sentido común te posee, ordena y abre la esperanza, como si la luz hubiese siempre permanecido encendida.

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Simplicidad



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