eloriente.net

20 de abril de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

“El deporte de nuestro tiempo es tener mal genio y criticarlo todo.

Lo dijo mejor Javier Marías: ‘hay masas de gentes cuyo único aliciente en la vida es enfurecerse y criticarlo todo, sea lo que sea’.

Así, no iremos a ninguna parte”.

 

Hay que defender la crítica. Fernando García Ramírez en un estupendo texto sobre Gabriel Zaid, dice que “se critica para transformar. Para cambiar el estado de cosas existente. Se critica por inconformidad. Se es crítico por la incapacidad de quedarse callado ante lo que se considera mal hecho, injusto, torcido, corrupto. La crítica es consustancial al ser humano. Hacer y criticar van de la mano. El brazo que lanza y la voz que piensa que el tiro pudo haber sido mejor”.

La crítica sin duda abre caminos. Por eso, este texto no trata de la crítica que es, como algunos incluso la refieren, un valor.

Se trata del mal genio crónico que ha ido mermando la vida en nuestras ciudades y que ha transformado en amargo aún al ciudadano más amable. Es una especie de nuevo estilo de vida que todo lo opaca y lo desprecia, desde la alegría sincera hasta las noticias de buen talante.

Un estilo de vida que se expresa, por ejemplo, en una manía: asumir la personalidad de jueces severísimos de la realidad y calificar (mal) todo lo que sucede alrededor, para luego compartir esas resoluciones implacables en las redes sociales o con amigos y conocidos en los mensajeros instantáneos o aún en los muros de la colonia con el lenguaje más ofensivo y rebelde posible.

Lo importante, para ese juez —de los cuales conocemos muchos—, es hacer público su posición particularísima y genial sobre la realidad y que se note su afán de justicia, que su conocimiento del mundo sea tan evidente que lo vuelva popular, ‘seguible’, notable.

Y así, aun sin fundar ni motivar, el juez se pone a repartir sentencias no pedidas y a buscar culpables sin que medie siquiera una explicación, cierta prudencia, un debido proceso. Lo importante, para este auto asumido servidor de las mejores causas, es ridiculizar, banalizar, ofender, hacer evidente una pretendida supremacía moral ante el resto de los mortales.

Todo lo sabe, todo lo puede calificar con la mano en la cintura, sobradamente, haciéndose de un lugar que nadie le ha dado, ni tampoco —lo cual resulta aún más preocupante— se ha ganado.

De hecho, esta es una las diferencias entre la crítica y esta especie de manía justiciera o ansia de notoriedad: sin conocimiento ni reconocimiento (es decir, sin legitimidad ni autoridad) el personaje se las arregla para destacar, creyendo incluso —o al menos eso parece—, que sus dichos son tomados en serio y son dignos de atención o réplica. Nada más lejano.

 

Sin embargo, como digo arriba, este oficio de enjuiciador es apenas una expresión más de un fenómeno más amplio:

El mal genio crónico que llevamos dentro.

El enojo nos está consumiendo. Y hasta es popular estar molestos, enojados, indignados, estar hartos de estar hartos.

De alguna manera, una vorágine de indignación llegó de pronto a nuestras vidas para estacionarse indefinidamente, como las nubes negras de los dibujos animados.

Y ya sabemos que de lo negro no nace el claro, que de la violencia no nacen los jazmines o, como dice Santiago, de la higuera no brotan aceitunas.

Por eso, necesitamos hacernos un espacio para reflexionar. Están bien estos días para hacerlo. Unos minutos a nadie se le niegan, ni siquiera a nosotros mismos. Abonarnos un tiempo; limpiarnos de las palabras amargas, impedir que nos lleguen al corazón los torpedos de quienes pretenden hacernos entrar en la crispación y la guerra, en la incomprensión de los otros, en las múltiples batallas que solamente denigran a quienes las pelean.

También necesitamos sembrar.

Nada hay más contradictorio que desear una cosecha magnánima, mientras la labranza se perfila a rociar de arsénico los campos. Por eso, ninguno de nosotros puede cansarse de sembrar las semillas que ya conocemos en las extensiones terrenales: la comprensión, la solidaridad, la esperanza.

No podemos rendirnos.

La vida, la familia, la ciudad, nos dan los suficientes motivos para continuar la siembra.

 

No podemos estar molestos indefectiblemente, ni condenar cualquier determinación que suceda en el entorno. Seamos críticos pero no inmovilistas, severos pero no obcecados.

Es verdad: las injusticias, la miseria, el hambre, deberían tenernos tan intranquilos, que el sueño no podría ser opción en ninguna hora de las 24. Sin embargo, no es desperdigando odio y rencor como podemos ayudar a solucionar esos flagelos.

Al contrario, es incentivando la comprensión, encendiendo los buenos motivos, haciendo de nuestra parte, como aligeramos la carga que traemos a cuestas.

Basta con ponerse a valorar la lealtad un amigo, la alegría de un padre al estrechar a su hija —no importa si es de madrugada y sin que se dé cuenta–, la forma en que las madres responden cuando sus hijos les llaman, aún en la oscuridad, para darse cuenta que no es verdad que todo está perdido y que el mundo no conspira para hacernos la vida imposible.

El mundo está lleno de motivos para evadir el mal genio y alimentar la dicha.

Aunque si es por moda, no hay que descartar enfurecerse por no haberlo entendido antes.

Mal genio

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