eloriente.net

31 de julio de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“No se preocupen que va a sobrar el tiempo: Diego Maquieira”

 

A la eternidad no le gusta la gente que se precipita, dice Maquieira.

Entonces, pone en tela de juicio todo aquello por lo cual los hombres y mujeres de nuestro tiempo nos desgañitamos, padecemos enfermedades inéditas, sufrimos de ansiedad crónica. Todo aquello que hemos aprendido es valioso en este mundo: la prisa por lograr los objetivos, aprovechar el tiempo porque jamás vuelve, la buena impresión que causa encontrar a alguien veloz y dinámico.

Alguien lo escribió: a las personas nos gusta la agilidad, el movimiento, premiamos la velocidad y la astucia relacionada con el hacer. Acción más que estática. Por eso, hay competencias de todos estos aspectos valorados, pero ninguna de sus contrarios. No hay juegos olímpicos en los cuales se despliegue la lentitud, ni la rigidez. Tampoco el desgano.

Pero lo dicho por Maquieira sirve para pensarlo un poco más a fondo. Cómo se atreve a enjuiciar la prisa en un tiempo donde podemos estar en varios lugares a la vez, enterarnos de acontecimientos en directo y se consiguen pizzas instantáneas.

Luego, uno recuerda su niñez, y el tiempo toma otra velocidad.

Entonces, las mañanas corrían despacio y había espacio para ir a los jardines a descubrirlo todo y a descubrirlo nada a la vez. Las horas transcurrían entre vanos intentos de construir barcos y sueños de papel, forjar riachuelos y estanques en los charcos o derruir tremendos palacios con forma de hormigueros.

No era importante hacerlo todo rápido, sino jugar, divertirse, aprender a vivir.

Sin embargo, esa patria —la niñez—, pronto va perdiendo su soberanía.

Se le olvida construir altos muros que detengan a los invasores, los cuales son los mismos que han acechado al ser humano desde el fondo de los tiempos, pero cuyo antifaz varía según la moda de los siglos: la soberbia, la avaricia, la lujuria.

Una anotación a la Divina Comedia de Dante, en edición de Ángel Chiclana, identifica incluso esas “tres tendencias pecaminosas” con animales: la pantera sería la alegoría de la lujuria, el león de la soberbia y la loba de la avaricia. Los tres vicios a los que, según Santo Tomás, se reducen todas las pasiones.

Es posible que nuestra prisa también se reduzca a ello. En la búsqueda de la popularidad, el reconocimiento y el dinero, preferimos el camino corto, la velocidad, la inmediatez. Y se han vuelto valores indudables, de tal manera que cuando un poeta como Diego se atreve a contradecir la inercia, lo tachamos de poeta.

Pero ¿cuándo fue la última vez que nos sentamos en la piedra de nuestra niñez a leer un poema? A leerlo despacio, como se leen los versos, sonando palabra a palabra en lo profundo de nuestra mente. Sin el teléfono a un lado ni deseando estar en ese instante en ningún otro lugar, como nos pasa a menudo.

Haciendo caer el poema como una piedra al fondo de un lago.

Recuerdo que así era sentirse tranquilo, en medio de la vida y a la vez un poco fuera.

Pero lo vamos dejando, como se van haciendo más espaciadas las conversaciones con amigos en cafés o en los portales de la casa, sin la distracción del mensaje instantáneo o  el siguiente compromiso de la agenda. Esos encuentros infinitos iluminados por un farol y por la mirada triste o alegre o emocionada del amigo, según la historia a revelar.

Amigos de carne y hueso, cuya humanidad física es imposible sustituir con la tecnología a distancia. Un abrazo, un apretón de manos, una mirada de soslayo, no tienen ni tendrán sustituto alguno, a pesar del esfuerzo tecnológico por imitar las sensaciones cotidianas.

¿Seremos capaces los hombres y mujeres del futuro creer y percibir el mundo digital como mundo real? ¿Creeremos finalmente que el rostro de los amigos es la portada de un Facebook? ¿Que ellos son tan perfectos como las sonrisas perenes de sus redes sociales?

 

Ya nada es descartable. Y si has llegado hasta aquí en la lectura es que de algún modo compartes conmigo la vocación por hacerte un espacio para ti mismo.

Hay un nexo entre detener la prisa y buscar un poco de soledad. Hay una relación entre aislarse y hacer un alto ante la avalancha del tiempo.

Por lo general, esos espacios, son los más dichosos, los que le otorgan sentido a todo lo demás que cruza en nuestras vidas. Pero son intermitentes y trabajamos y nos esforzamos cada día para ganarnos esos breves espacios, que están tan al alcance pero a la vez tan lejanos.

Entonces, como dice Diego, el tiempo sobra, porque si esos son los lapsos de gozo, ¿a cuenta de qué los suprimimos del acontecer del día? ¿Porqué vamos matando el tiempo —literalmente— con la velocidad de un ordenador? ¿A dónde se han ido estos años que corrí a todo pulmón, sin hacer una pausa al lado del camino?

Siempre hay tiempo. De hecho, en efecto, sobra. Lo central es la conciencia de su transcurrir.

Viendo a los niños es fácil notarlo. Cómo van creciendo infaliblemente, cambiando a diario. Un centímetro más a cada encuentro. Y las palabras nuevas en su léxico flexible, sustituyendo las palabras tempranas que se van dejando de nombrar para perderse en la memoria.

“El tiempo no pasó, pasamos nosotros”, escribió José Emilio Pacheco.

Por eso, sobra. Porque el tiempo no es problema. Al contrario, es un aliado magnífico. Nos soluciona confusiones, hace que olvidemos el amor mal correspondido.

Si hay un problema, somos nosotros. Que pasamos sin mirar.

Tiempo

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