Foto: Bruma, por Ramón Pérez Niz. Licencia CC.

(Soledad)

eloriente.net/Es la Cultura

“En épocas de productos orgánicos y exaltación de la responsabilidad social, no hay gesto más humano que la compasión.

Principalmente, la compasión ya no por el dolor o la enfermedad del otro, sino por su soledad”.

Compasión y soledad

Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

Aún lo recuerdo buscando siempre la oportunidad de vernos.

Ofrecía llevarnos a casa cuando nos caía la tarde sobre los hombros o nos invitaba el domingo a algún lugar para descubrir un nuevo sendero. Luego, fue hacer coincidir las vocaciones o las lecturas para que el martes no fallara la conversación y la tranquila compañía. Comíamos el miércoles. En fin, cualquier justificación era buena con tal de entusiasmarnos a salir de la rutina y producir el encuentro.

También, escogía los mejores frutos de su jardín personal, para obsequiarlos el sábado a familiares y a amigos. Nos llamaba el día de nuestro cumpleaños —nadie sabe aún cómo hacía para acordarse inexorablemente de la fecha— y era por mucho el primero en preguntar sobre las enfermedades y los aprietos, las preocupaciones de la vida normal.

De alguna manera, nos sentíamos acompañados siempre por sus atenciones.

Nos tenía compasión.

Sabía que no hay tristeza más grande que abrir los ojos y no encontrar a nadie a tu lado. Y no se trata de tenerla o tenerlo en el mismo cuarto, apretujados en el camino al trabajo o silenciándose a la hora del café. Es tener a alguien en mente y sentir la certeza de que te corresponde. Puede ser una pareja, un amigo, alguien cuyo solo recuerdo produce un alivio.

El alivio es indispensable. Porque uno se enferma de soledad y necesita pequeñas dosis de correspondencia humana para reparar los daños, para refaccionar esos largos instantes de vacío en que una especie de aislamiento al aire libre nos sofoca.

Por eso quizá duelen tanto las pérdidas de los seres queridos. Porque además de extrañar sus buenos o malos modales, las canciones entonadas a dúo e incluso los asuntos aprendidos en tardes aventuradas, está la certeza de que la soledad hizo un movimiento contundente, preciso, quirúrgico, en el tablero.

Nos jugamos la vida contra ella.

A pesar de no aceptarlo e inventar paraísos literarios, bohemias interminables, justificaciones sobre cómo la soledad es inspiradora, madre de grandes obras, rincón de meditación y fuente de la mejor poesía, la otra verdad es que ninguno de nosotros puede soportar demasiado tiempo el negro absoluto de sentirse deshabitado.

Los ancianos se agrian por el abandono. Algunos de los mejores hombres de su generación, por carismáticos y joviales, se convierten con el paso del tiempo y la ausencia en los modelos de viejo que luego son caricaturizados en programas de comedia. En bata y desaliñados, decepcionados por el curso que finalmente tomó su vida y cuya fuente verdadera de dolor es que ya no pueden cambiar nada, mucho menos, construirse amistades duraderas a esas alturas.



También algunos jóvenes se intoxican de soledad, y todo, porque es adictiva.

En pequeñas dosis, suele parecer el remedio de todos nuestros miedos. Como si de pronto únicamente se pudiera ser cuando nadie está presente. Cuando se es invisible, ausente, se pasa a segundo plano o a un plano que no aparece en ninguna parte o fotografía, y entonces los defectos que nos hacen inseguros, los flancos débiles, pueden escapar el juicio oprobioso del otro, de los otros, del mundo.

La soledad por lo tanto se va forjando un prestigio ilusorio.

Funciona muy bien como bastón y careta, apoyo y simulación.

Seduce hasta el límite con ideas atractivísimas e irresistibles como la necesidad de “bastarse por sí mismo”, el “soy como soy” o la cuasi virtud del “desapego”. Pero todas, son el revés de la moneda. Ninguno que no se sienta solo, pronuncia estas frases contagiosas y de poderoso valor en nuestro tiempo. De hecho, uno tiene espacio para justificar su soledad, nada más cuando la está sintiendo profundamente.

Como el homicida sus crímenes, como el avaro sus razones.

Sin embargo, mientras el triste ha perdido el ánimo pero no la esperanza, o el pobre padece el hambre dolorosa pero no ha extraviado la capacidad de sorprenderse, el solitario se retuerce por el vacío y nadie está allí para auxiliarlo.

Porque la cosa más cierta es la debilidad de los hombres y las mujeres. En algún punto, como animales, vamos a necesitar socorro en medio de la tormenta, el cobijo de los nuestros, un aullido, su eco al menos, un alguien que nos busque en la madrugada con deseo.

Si la compasión es el gesto más humano, pues nos impulsa a ayudar al otro para que sacie su dolor, la compasión por la soledad es la muestra de que no todo está perdido, aún en tiempos como el nuestro, cuando justo la soledad se acrecienta y gana los espacios más insospechados: las mesas familiares, las camas matrimoniales, las salas de espera, las escuelas y universidades, las paradas de autobús, —y lo peor— las conversaciones entre amigos.

Hoy, todos estos espacios, invadidos por intermediarios digitales, teléfonos inteligentes, amistades artificiales que, al desconectar el aparato, desaparecen.

El mundo está volcado a sustituir el vacío con artificios.

Pero el vacío, a final de cuentas, permanece.

Por eso, si deseamos sentirnos compasivos, humanistas, filántropos, podríamos dedicar algunas horas a acompañar.

Es menos vistoso que donar grandes cantidades de dinero al estado para la construcción de museos o puentes; o produce menos atención mediática que la instalación de centros de acopio para damnificados; ni qué decir de los filántropos que lo son nada más para hacer gala de su generosidad y cobrar con pleitesía.

Pero no hay nada más necesario que acompañar al solo, que acudir con una palabra, un llamado, una visita, un grito, una canción, a su puerta.

La más grande obra humanitaria sigue siendo el propiciar el encuentro entre dos personas en el tiempo.

 

Foto: Bruma, por Ramón Pérez Niz. Licencia CC.
Foto: Bruma, por Ramón Pérez Niz. Licencia CC.