Juan Pablo Vasconcelos:

“44% de la población urbana en México estaría satisfecho con su vida.

Además, sí encuentra fortaleza de ánimo y sentido a su existencia.

El balance anímico general, a pesar de los pronósticos desfavorables,

ha mejorado en el último año”.

El país no se cambia solo

(www.eloriente.net, México, a 5 de marzo de 2018, por: Juan Pablo Vasconcelos @JPVmx).- “Lo que hago en mi vida vale la pena”. Si te preguntaran el grado de identificación que sientes con esa frase, del cero al diez —donde 0 es estar en total desacuerdo y 10 en total acuerdo—, ¿qué número dirías en voz alta?

Sinceramente, como si estuvieras hablando con el espejo o con tu mejor amigo, ¿te consideras libre para decidir tu propia vida? ¿Te sientes bien contigo mismo? ¿Tienes fortaleza ante las adversidades?

Estas oraciones y algunas otras, forman parte del cuestionario para determinar los Indicadores de Bienestar Autorreportado de la Población Urbana, que el INEGI dio a conocer hace algunos días. Informa, entre otras cosas, que del 0 al 10, las y los mexicanos respondieron 8.9, a la frase inicial: “Lo que hago en mi vida vale la pena”.

Además, 8.4 a la frase: “Soy optimista con respecto a mi futuro” y 8.7 a “Tengo un propósito o misión en la vida”.

8.7 también a “Me siento bien conmigo mismo”.

De hecho, en el promedio de este módulo de sentencias para determinar el nivel de fortaleza de ánimo y sentido de la vida (eudamonía), las mujeres y hombres mexicanos se sienten más sólidos por algunas décimas, en comparación con enero de 2017.

Similares resultados se obtuvieron en otro módulo que intenta verificar la satisfacción con la vida y ciertos aspectos o dominios. Por ejemplo, del 0 al 10, la satisfacción con las relaciones personales llegó a 8.6, una décima más alta que en 2017. De hecho, los dominios de la vida personal como relaciones, actividad u ocupación, vivienda, estado de salud, logros, están siempre entre los mejor calificados.

En cambio, los relacionados con el ámbito público, son los menos valorados: la ciudad con un 6.9; el país con 6.1 y seguridad ciudadana con 4.8. Éste último, el más bajo de los considerados.

Sin embargo, aunque son los más aspectos más castigados, en todos los casos están mejor que el año pasado.

Parece haber pues un doble rasero, una doble medida: una para nuestra vida personal y otra para la arena común. Como si anduviéramos divididos por el mundo, mostrando dos facetas completamente distintas de nuestra personalidad. Con los nuestros: comprensivos, preocupados, humanos. Con el resto: distantes, juiciosos, desconfiados.



 

Partidas en dos, en blanco y negro, nuestras vidas.

Desde muy pequeños nos enseñamos a tener una familia. Un grupito de personas incondicionales a quienes ayudaremos siempre, ante cualquier circunstancia, sin importar sus defectos, desavenencias o pecados. “Es la fuerza de la sangre”, nos decimos, para educarnos en esa tradición de ser leales a la madre, al padre y a los hermanos. Para luego, repetir el mismo ritual hacia la esposa o esposo y nuestros hijos.

“Solamente la familia estará contigo en los peores momentos. En los instantes más oscuros, los que creías tus amigos, te darán la espalda y guardarán silencio”, como si lo estuviera oyendo por centésima ocasión de muy distintas personas a lo largo de la vida.

Parece una especie de sabiduría popular, comprobada por pequeños indicios, que por ello se vuelven casi un paradigma.

Y como éste, muchos fragmentos más de breve educación popular y pública, se nos van impregnando en la mente y en el corazón, fomentando esa especie de división entre lo subjetivo y lo objetivo, entre nosotros y el mundo, lo individual y lo colectivo, el ser personal y el ser social.

Sin embargo, vaya desperdicio de energía, intenciones y posibilidades, el perpetuar conscientemente esta división.

Lo que nos estamos perdiendo, reservando solo para los nuestros, por ejemplo, la dicha de ayudar aun a los desconocidos; tender la mano al enfermo aun no siendo de la familia; el gusto de sonreír sinceramente con una persona cualquiera por la calle quien, como todos nosotros, intenta una vida a tientas, va por los años sin demasiadas certezas, sufre con la vejez, la enfermedad y la muerte.

Quizá el intento más reconocible para romper esta inercia, sea la amistad. De allí su valor y exaltación. Una amiga, un amigo, se trata de alguien proveniente de afuera, de otro círculo familiar e íntimo. Pero de pronto, tiende unos puentes y unas redes hacia nuestro interior, que resulta imposible no considerarlo a veces más familia que la familia, más incondicional, comprensivo y necesario para nosotros.

Muy parecida a la amistad profunda, es la sensación de encontrar por la calle o en ciertos instantes, a personas cuyo talante y disposición rompen ese muro invisible entre “nosotros y ellos”. Personajes que dan un poco más de lo esperado cuando les preguntamos sobre por dónde ir para encontrar una calle; qué nos hace falta llenar en la solicitud de un trámite; qué tomar para despojarnos de la tos que nos levanta de la cama por la madrugada.

Personas cuya disposición con nosotros y con la vida, nos alienta. Despierta una especie de fe y esperanza que creíamos perdida en otro tiempo, en los libros de hadas.

Así lo imagino:

entre nosotros y el resto, podemos abrir avenidas o naufragar en la soledad. Sonreír o mostrar los dientes. Mirar de frente con el iris dilatado o pasar de prisa atendiendo por encima del hombro. Aprovechar las dos partes del mundo que nos ha tocado vivir, o bien, continuar en nuestro pedazo de cielo únicamente, suponiendo la posible hostilidad del otro lado de la arboleda.

De estas determinaciones depende el bienestar completo. Incluyendo el bienestar de la ciudad o del país entero.

 

La ciudad o el país no se cambian solos. Los cambiamos nosotros.

Mientras nosotros no cambiemos, el país tampoco.

Si creemos que al hablar de México o al calificar la seguridad que padecemos, estamos juzgando un ente ajeno, distinto a nosotros, cometemos un error. Del país, no somos espectadores. Si el país tiene problemas, los tenemos nosotros. Si los resolvemos, nos aliviamos todos.

Nada hay más artificial que asumir como cierta la división entre lo mío y lo nuestro.