Samaritana : no es el agua

“Solo en Oaxaca hay un día en el año, La Samaritana,

cuando la gente regala aguas de sabores al resto de sus vecinos.

Al margen de las creencias religiosas,

es un símbolo de amistad y hermandad indiscutible”

(www.eloriente.net, México, a 12 de marzo de 2018, por Juan Pablo Vasconcelos @JPVmx).- Las jarras vacías se colocaban desde la tarde anterior en una mesita del jardín. Eran al menos cinco o seis, de todas las formas y tamaños. A lo lejos, las mujeres y sus niños caminaban de regreso a casa, cargando largos carrizos y flores de bugambilia. Muchachos de camiseta blanca se doblaban levemente cargando costales de naranjas y algunas señoras se arrebataban hojas con el pasaje bíblico de Juan para errar ninguna referencia.

Los antiguos teléfonos no paraban de sonar y los adultos cruzaban ofertas y contraofertas por ciertos ingredientes: nueces, tunas, piña, calabaza, piloncillo, codiciados ya a esa hora como el oro, pues la tarde del jueves estaba a punto de morir.

Nosotros esperábamos, como muchos otros niños en la ciudad, el momento decisivo cuando nuestra madre nos diría si, al día siguiente, Viernes de Samaritana, iríamos a la escuela o si dedicaríamos toda la mañana a recorrer los puestos de agua en las calles vecinas, comparando el agua de piña de la panadería de la vuelta con la que servía la familia Osorio, o bien, la chilacayota de la Iglesia de Nuestra Señora de los Pobres con la de nuestra propia casa.

Uno podía caminar aún por las calles libremente. Para las niñas y niños de mi generación, las calles eran todavía el patio de la casa. Un lugar donde se podía estar casi a cualquier hora haciendo lo mismo que en un patio privado: mojarse a cubetadas para espantar el calor sofocante del medio día, armar horquetas para espantar lagartijas, intentar carreras de bicicletas en las calles de terracería.

Aun recuerdo, por ejemplo, un gran árbol en la calle de Jazmines casi esquina con Sauces, donde uno podía guarecerse del mundo. Su sombra se deslizaba sobre la tierra de la calle desierta, mientras la mente se poblaba de soledad y silencio.

Pero en Samaritana, las calles cambiaban. Una gran mayoría de las casas de la colonia se adornaban con flores y las mesitas pasaban a ocupar el lugar de privilegio en las fachadas. Ya sea con grandes vasijas o con jarritas de plástico, la idea era enviarnos entre todos una especie de mensaje de unidad comunitaria, una seña de estar (al menos ese día) ocupados todos en la misma tarea.

Una tarea por cierto absolutamente indefensa. No puede haber algo menos difícil y más simbólico que regalar un vaso de agua. Aderezando esa acción con una frase de la cual ignoro absolutamente su origen: un vaso de agua no se le niega a nadie.

Enfatizo el origen porque el libro de Juan no viene así ninguna referencia, según recuerdo.

Sin embargo, como ésta enseñanza y muchas otras de aquellos días, lo menos relevante era el origen de las oraciones, sino el simbolismo de los actos.

El hecho de dar un poco de agua al vecino, tiene en sí mismo una connotación de valor comunitario indiscutible, por lo cual no hay que saber demasiado del pozo de Jacob, ni de la ciudad de Sicar donde Jesús se habría encontrado con la Samaritana bíblica, para sentir profundamente que algo hay de bueno en ese acto.

De hecho, necesitamos ser absolutamente sinceros, para los niños de entonces la tradición no era solo una conmemoración religiosa ni tampoco algo que de forma irremediable debía suceder en las plazuelas de los templos o con la bendición de los clérigos. Para nosotros, era una especie de día alegre cuando unos y otros en la ciudad nos dábamos un espacio para tomar agua con alguien más.

El hecho simple de tomar agua y conversar.

Sí, es verdad que el hecho es casi bíblico, como si estuviéramos en las orillas de aquel pozo mítico. Pero cualquier alegoría es casual. De hecho, se nos permitía —aunque no sin algún reproche–, llegar con el agua guardada en una bolsita de plástico, entrados en las prisas o en la falta de trastes disponibles.

Bolsitas que seguro no existían en los tiempos de Galilea, Samaria y Judea. Lo que sí existían eran dudas.

De dudas trató gran parte de la conversación de Jesús con la mujer.

Dudas que solo pueden irse resolviendo con gestos y revelaciones aprendidas a lo largo de la vida.

Uno va aprendiendo a cuentagotas algunas cosas pero tampoco andamos con demasiadas certezas. Por eso, todo el tiempo seguimos necesitando que alguien nos regale un vaso de agua, generosamente, para refrescarnos el interior distraído.

Por supuesto, el vaso de agua es una metáfora, como lo es también la Samaritana. Porque en verdad lo que está en juego en ese acto es la amistad, la generosidad, la compasión. El agua es escuchar al amigo, compartirle a alguien el pan y la sal al menos durante un día, decir que jamás pasará al olvido cuando esté en los últimos momentos de su vida.

Quizá por eso nos gustaba tanto el viernes de Samaritana: ese día nos sentíamos acompañados.

Tanto así, que al menos 30 años después lo traigo a colación en estas líneas, lo cual tiene algo también de metafórico: no lo escribo solamente. Mientras plasmo estas letras en el ordenador, se van desempacando imágenes de aquellos años, sensaciones como el sabor a piña y hielo, el tamarindo en el agua y también el tamarindo en pulpa, que a hurtadillas sacábamos de la bolsa antes de remojarlo y cuyo olor me visita este día.

Porque escribir es un vaso de agua fresca. También el que me das si lees este texto.