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12 de febrero de 2014

Por: Diego Mier y Terán*

Hace poco me topé con un video de Tinariwen, grupo de Malí, tocando en vivo en el festival Womad en 2004. Estos personajes me parecen llegados de una galaxia lejana. Vi el video una vez, encantando. Le di play de nuevo y lo escuché otra vez, y luego una tercera… (y una cuarta mientras escribo esto).

 

 

La música de esta banda (cuya biografía les recomiendo revisar) es alegre, incluso festiva, aunque en sus letras hay mensajes de lucha, dignidad y reflexión. Es repetitiva, algo hipnótica, pero llena de variaciones y sutilezas. Su sonido es absoluta, brutal y brillantemente actual: Una mezcla de música Tuareg tradicional y blues eléctrico. La guitarra puede llegar a sonar como noise experimental y los cantantes parecen estar rapeando por momentos. Pero no quiero reseñar su música, sino compartir una reflexión sobre la sustentabilidad inspirada en ella.

Lo que me dejó pensando es la velocidad del ritmo y cómo, en vez de crear una explosión de energía de unos cuantos minutos, la controlan de manera que pueden tocar música festiva pero durante largo tiempo y sin agotarse. Probablemente podrían tocar durante horas porque el ritmo que utilizan es justo, vital pero no desbordado.

Recuerdo haber leído que Picasso recomendaba no utilizar todas las habilidades propias en una obra, pues conservar algo no expuesto da una sensación de potencial que le da vida al resultado (esto seguramente está muy lejano de la cita exacta). Tinariwen es un claro ejemplo.

Pero el asunto va más allá de lo estético. El ritmo de Tinariwen me habla de lo importante que es desarrollar un ritmo en nuestras vidas y sociedades que nos permita disfrutar la vida por mucho tiempo. Es decir, un ritmo sustentable, por decirlo de alguna manera.

Haciendo un paralelo con nuestras sociedades hiper-industrializadas, vemos que la dinámica es la de utilizar los recursos, renovables o no renovables, a su máxima potencia. Quemamos petróleo, explotamos selvas, océanos y minas, explotamos mujeres, hombres y niños, y naciones enteras. Nos explotamos a nosotros mismos como si no existiera el mañana, con un ritmo cada vez más acelerado e insostenible.

Al quemar nuestras energías sin cautela alguna, nos vemos obligados a recurrir a fuentes de energía externa cada vez más concentradas: a nivel personal tenemos que consumir cantidades enormes de azúcar, café, bebidas energetizantes, cada vez más carne, etc.

Como naciones nos vemos obligados a buscar petróleo, gas, recursos minerales y otros recursos energéticos en lugares cada vez más remotos e inaccesibles, con métodos cada vez más brutales e intensivos. (Por cierto que la coinicidencia entre el consumo de petróleo y el consumo de café por país es bastante curiosa).

Tinariwen nos da un lección, tal vez involuntaria, sobre lo que significa sustentabilidad: Bailar con un ritmo que nos permita hacerlo durante largo tiempo, sin caer rendidos y sin necesidad de tomar aditivos. Es una lección de estética y elegancia para una sociedad primitiva y cacofónica, como la nuestra. Una lección de armonía y concordancia con los ritmos de la naturaleza, para una sociedad empeñada en despegarse de la tierra y destruir su entorno. Afortunadamente, ese sonido ya se escucha en muchas partes.

 

Tinariwen, grupo musical de Malí. Foto: Thomas Dorn

 


*Diego Mier y Terán G. Me apasiona la imagen, la comunicación, los códigos y los patrones. Amo la naturaleza. Me gusta llevar la contra y el esgrima verbal, así que por favor comenten. En algún punto me convencí de que lo que hacemos es importante y que podemos cambiar el mundo, buscando el equilibrio en el punto medio. Yo lo intento a través del diseño, el barro y el pan hecho en casa.

 

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