eloriente.net

24/julio/2014

Por: Rodolfo Naró

”El matrimonio es una larga conversación”, me dijo Federico Campbell el día que hablamos sobre el amor. También tenía otros secretos y grandes certezas sobre literatura, política, sastrería, antigüedades, periodismo, relojería, psicología, aviación y un sinfín de temas que dominaba. En su casa de La Condesa no sólo se compartían las palabras, también los alimentos y el café exprés que él mismo molía y preparaba en una cafetera italiana. Yo acostumbraba a visitarlo por las tardes, llegaba a su casa sin previa cita, tocaba el timbre y Federico se asomaba por la ventana de su estudio. En nuestras charlas siempre se pronunciaba el nombre de Carmen, con quien hablaba por teléfono a cada rato para confirmar algún dato o simplemente para decirle, “sigo con Naró, te esperamos en casa, ciao, querida”. Así nos daban las siete de la tarde, hora en que llegaba Carmen, del museo donde trabaja y se unía a la conversación, opinando y exponiendo desde su experiencia de historiadora. En muchas ocasiones, yo  los miraba desde mi sillón, como si fuera un observador fantasma y podía sentir la dinámica de esa casa, llena de imágenes e ideas.

Quizá porque su padre fue telegrafista, Campbell estaba convencido del poder y el peso de las palabras, de la conversación como una forma de compartir. “Las palabras son herencia y memoria”, me dijo alguna vez. Por él aprendí a valorarlas y guardarles cariño. Federico era un poeta que se negaba a ejercer de tiempo completo y se distraía con la crónica, la narrativa y el periodismo. Una mitad de su corazón estaba en su casa y los recuerdos que alberga, la otra mitad le pertenecía a Carmen, con quien tenía un entendimiento a ojos cerrados.

El amor de Carmen y Federico no fue a primera vista, se conquistaron como adolescentes y lo fueron acrecentando con los años. Ese mismo cariño se sentía en todos los rincones de su hogar. Casa a la que entraba y salía mucha gente. Quienes llegábamos, sabíamos que no podríamos irnos pronto de ahí, que entre las comodidades de la terraza, techada con un domo de cristal, semejante a la pirámide que adorna el patio del Louvre o el copioso comedor art nouvea, había una permanente invitación a quedarse.

La casa que Carmen y Federico compraron en el corazón de La Condesa en la década de los noventa era un cascarón con múltiples cuartos y humedades, pero tan llenos de luz y silencio que Carmen lo vio como el lugar que Federico necesitaba para leer y escribir, para crear y revivir, para buscar en su memoria el reencuentro consigo mismo.

Esa casa fue más que su refugio. En el primer piso, Federico instaló su biblioteca-estudio, después lo amplió a un cuarto de arriba y luego otro más que estaba adaptando en la azotea, donde hay una hamaca y vistas panorámicas. Los libreros dieron forma y estilo a la casa que Carmen enriqueció con antiguedades, tapetes y cuadros dejados como al olvido al pie de las paredes.

Entre los amigos que nos dábamos cita en su casa, junto a cuatro o cinco periódicos que también llegaban a diario, otro tanto de revistas y libros que Campbell leía y compartía; obsesionado con la memoria y el presente, el tiempo y las lecturas, anotaba en la primera página de los libros el día en que los compraba o que llegaban a sus manos y en la última, la fecha en que terminaba de leerlos. Coleccionista de plumas fuente y libretas de bolsillo en las que apuntaba palabras al vuelo: “máquina”, “eco”, “avión”; el jueves 30 de enero, después de un viaje de diez días por Tijuana, salió de su casa para no volver más. Llegó al hospital por su propio pie, aquejado por lo que parecía una gripe fuera de control, le entregó a Carmen la libretita IP de Baja California que siempre traía y le preguntó. “¿Me quieres, Carmen? Porque yo estoy profundamente enamorado de ti”. “Te amo”, le dijo ella, “los 28 años que he estado casada contigo han sido los mejores de mi vida”. Las siguientes dos semanas Carmen y Federico seguirían conversando, él desde su coma inducido, ella, contándole el día a día, los cientos de mails y llamadas que recibía, de tantos amigos y lectores que iban a verlo al hospital y que, como si estuvieran en la sala de su casa, hacían un gran barullo al pie de su cama.

 

Foto: La columna chueca

 

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