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10 de agosto de 2017

Por Fernando Galindo

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«Ese que acaba de salir es el mejor guitarrista de México», me dijo hace varios años Guillermo Samperio. Lo había visto llegar al taller literario de los jueves, que el maestro impartía. En cierta ocasión, ordenando los discos que Samperio me encontré con el de Gonzalo. En la portada aparecía tocando su guitarra en un fondo negro; arriba de su imagen, el título con letras doradas: «Certamen Internacional de Guitarra Francisco Tárrega: Gonzalo Salazar». Lo puse en mi discman gris y escuché «Sequenza XI» de Luciano Berio. Fue una revelación interpretativa. Tenía la naturalidad de un río que pule rocas luminosas con su fuerza. Con razón había ganado ese concurso, me dije. Algo parecido a ganarse el Premio Cervantes de la música.

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Años más tarde, desintegrado el taller de los jueves en casa de Samperio, el poeta Rodolfo Naró nos abrió las puertas de su hogar para tallerear algunos textos. Entre los asistentes estaba Gonzalo Salazar, quien escribía una novela experimental, muy honesta, brutalmente poética, medio oscura, de personajes entrañables. Había música detrás de las palabras. Como un torrente vivo en un mundo enfermo.

En esas noches de taller y vino fuimos descubriendo a un artista polifacético, que lo mismo exploraba el territorio de la escritura, que producía documentales y los musicalizaba (como el premiado Sangre solar, de Karla Ahidé López Salgado) descubrimos a un profesional de la cultura, a un gestor, a un artista libre, discreto, y sobre todo a un gran amigo.

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El pasado 23 de julio le rindieron un homenaje por su trayectoria en el XX Concurso y Festival Internacional de Guitarra de Taxco. La propia comunidad guitarrística, así como los jóvenes concursantes, por unanimidad habían seleccionado a Gonzalo Salazar. Le hablé a Rodolfo Naró y me dijo: ¡Galito, vamos a Taxco!

Durante la ceremonia de premiación, Rodolfo se volteó y me dijo en broma: «Y nosotros que lo ninguneábamos». Sonreí. No es que así fuera. Sucede que siempre hemos visto a Gonzalo más como un amigo, al que se le respeta y se le admira en silencio y complicidad, que como al virtuoso inalcanzable; aquél que un día toca en Berlín y otro en Cuba o en Celaya; que un día acompaña en un escenario en Bellas Artes a Julio Estrada, a Juan Trigos o a Leo Brouwer.

Recuerdo que minutos antes de la presentación de Casi nunca de Daniel Sada, nos encontrábamos en la cafetería de la Rosario Castellanos, Federico Campbell, Héctor Orestes, Sada, Eduardo Clavé, Naró y yo, conversábamos sobre el Premio Herralde de Novela. Entonces llegó Gonzalo y Rodolfo lo presentó a la concurrencia. De inmediato, Orestes se levantó visiblemente exaltado y le extendió la mano: “¿Gonzalo Salazar? Yo te escuché tocar en Praga. Fue un gran concierto”. Rodolfo y yo nos quedamos patidifusos, lo que significa con los ojos de plato. “Mira tú”, dijo Naró. “Recuerda que músico mata poeta”, nos guiñó el ojo, Gonzalo.

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Lo que más admiro del trabajo de Gonzalo Salazar es esa honesta perfección que no busca complacencias. Su arte es transgresor, de un lirismo místico, a veces lóbrego y melancólico. Esa transgresión puede ser dolorosa, apocalíptica, pero al mismo tiempo vital, luminosa y profunda. El arte es una provocación. Cioran escribió que “la expresión da vida sobre el cadáver de su creador. Nada de lo que has dicho sigue siendo tuyo. Y tampoco tú te perteneces ya”. Así ocurre con la música de Gonzalo. Se alza magnífica como esos techos abovedados de las catedrales góticas, atemporal, siniestra, un continente sonoro sin dueño. Samperio no se había equivocado, era el mejor.

Gonzalo-Salazar

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