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29 de agosto de 2012

El 28 de agosto de 2012, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación presentó en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, el libro «Miradas a la Discriminación», en el cual se reúnen textos de personajes de la cultura y la vida nacionales, como: Katia D’Artigues, José Woldenberg, Yoloxóchitl Bustamante Díez, Mauricio Merino, Tiaré Scanda, Horacio Franco, Martha Ortiz Chapa, Emilio Álvarez Icaza Longoria, Jacqueline Peschard, Francisco Javier González, Julieta Fierro, Luis H. Álvarez, Ana Lorena Gudiño, Valdez, Aarón Gordián Martínez, Marta Lamas, Rolando Cordera Campos, Sharon Zaga, Julio Frenk, Elena Poniatowska, José Luis Cuevas, Mariclaire Acosta Urquidi, Rodolfo Stavenhagen, Alicia Molina, Ricardo Raphael de la Madrid, Marisa Belausteguigoitia Rius, Mario Brofman, Rosalinda Vélez Juárez, Lorenzo Cordóva Vianello, Cecilia Loria Saviñón, Diego Osorno, Paloma Bonfil Sánchez, Alex Lora, Susana Villarreal Estens, Fernando Rivera Calderón, Valentina Rosendo Cantú, Juan N. Silva Meza, Margarita Zavala, Ricardo Bucio Mújica.

Con este afán divulgativo y por las referencias que contiene hacia Oaxaca, hemos seleccionado el texto de Tiaré Scanda «Discriminación» como una pequeña prueba de la valía de este material, que también puede ser consultado íntegro por nuestros usuarios, dando click en la imagen de portada abajo. Esperamos contribuir con esto a la formación de mejores ciudadanos.

DISCRIMINACIÓN

Por: Tiaré Scanda

Mi abuelo fue un oaxaqueño originario de Ejutla de Crespo que, entre otras cosas, fue un pésimo padre. De ahí que mis tíos rechazaran sus orígenes oaxaqueños y prefirieran pensar que sólo eran hijos de mi abuela. De los seis hermanos, la única que vivió eternamente enamorada de Oaxaca y perdonó a su padre fue mi mamá.

Adoradora de todo lo que Oaxaca tiene de bello, siempre estaba lista para ir una vez más a Monte Albán o descubrir un pueblo nuevo. En los mercados arrasaba con el coloradito, las tlayudas, el chocolate y los chapulines. Siempre compraba sin regatear la obra de los artesanos y a la menor provocación se ponía un huipil bordado. Aunque era de piel muy blanca y creció en el Distrito Federal, ella siempre decía que era oaxaqueña. Cuando íbamos de compras al mercado de nuestra colonia, mi mamá saludaba con mucho cariño a Ismael, el carnicero, porque había sido su compañero de banca en la primaria.

A pesar de la buena influencia de mi madre, mi necesidad de adaptarme al entorno me hizo desarrollar una capacidad discriminadora. Mi primera víctima fui yo misma. Mis primos y vecinos iban en escuelas particulares, bilingües, y no tenían que llevar las horribles calcetas rojas del uniforme que usábamos en la escuela General Juan N. Álvarez, una primaria pública. Un día que mi prima la más admirada –en cuya casa pasaba yo las tardes– invitó a sus amigos a comer, me pidió que me escondiera porque le daba vergüenza que supieran que yo iba en una escuela de gobierno. A partir de entonces, a mí también empezó a darme vergüenza. Mi prima volvió a sentirse orgullosa de mí cuando regresé de Londres porque mi mamá ahorró lo que hubieran sido seis años de colegiaturas y me mandó a aprender inglés un verano.

La transición a una secundaria privada con pretensiones de clase alta fue dura. Para pertenecer había que llevar tenis extranjeros carísimos, que estaban de moda. Afortunadamente yo los llevaba, y nadie sabía que eran usados, herencia de mi prima. Me juntaba con otra adolescente –rubia gracias a la manzanilla–, que despreciaba a los morenos y afirmaba que nosotras éramos “fresas” y, por lo tanto, mejores que todos los demás, que eran unos “nacos”.

La historia detrás de la aparente soberbia de mi amiga es que se estaba protegiendo del rechazo. Llevaba toda su vida en esa escuela y a partir de sexto de primaria había sido estigmatizada como “puta” porque la encontraron dándose unos besos con un niño en un salón, y nadie quería juntarse con ella. Era simpatiquísima y a las dos nos gustaba mucho cantar, así que se volvió mi mejor amiga. A pesar de mi amistad con la niña rubia-manzanilla, mi abuelo seguía siendo oaxaqueño, y mi pelo negro.

La maestra de inglés de tercero de secundaria era una bruja clasista que sólo trataba bien a las rubias. Ella, morena, se oxigenaba el pelo y vivía en un autoengaño absoluto: trataba mal a los alumnos morenos para igualarse con quienes ella consideraba de mejor raza o clase social.

Los dieces que históricamente había yo sacado en inglés se convirtieron en cincos y mi autoestima también bajó de calificación. Era tan sutil el maltrato que ni siquiera era algo que mi mamá pudiera reclamar en la escuela. Eran miradas, comentarios despectivos, ignorar nuestras manitas levantadas… todos los días durante un año.

En una edad en la que uno necesita por sobre todas las cosas pertenecer, es terrible que sólo tengas dos opciones: ser el aplastado o el que aplasta, pero un niño o un adolescente todavía no es completamente responsable de sus acciones. Los valores y los límites los establecen, con el ejemplo, los adultos: padres y escuelas. Para transformar el entorno tenemos que transformarnos primero.

Si recordamos que somos animales, hay algo natural e instintivo en clasificar de inmediato a cualquier extraño con quien uno se topa, como para saber si hay que tenerle miedo o no. Pero clasificamos según lo que nuestros padres y abuelos nos han enseñado, de manera que heredamos prejuicios. Tal vez ahí es donde radica nuestro esfuerzo de transformación, en darnos la oportunidad de conocer a cada individuo antes de juzgarlo porque otro, de aspecto parecido al suyo, le robó la cartera a nuestra abuela o le faltó al respeto a una tía. En muchos casos ni siquiera hay razón alguna para rechazar a alguien, excepto la ignorancia y el prejuicio infundado.

Yo crecí escuchando comentarios peyorativos hacia los homosexuales, por ejemplo. La primera persona homosexual que conocí fue un maestro de canto. Gracias a él mi prejuicio se hizo polvo y se transformó en admiración. Tenía frente a mí a un extraordinario músico y maestro, y lo que él hiciera con su sexualidad definitivamente no era asunto mío. Pertenecía a una banda llamada mcc (Música y Contracultura), que tocaba en El Chopo, así que además me abrió un panorama interesantísimo del mundo underground, que yo a los trece años ni siquiera sabía que existía. Lo mismo me pasó con la primera mujer gay que conocí. Cuando nos hicimos amigas, a mi mamá le costó trabajo entender que esa amistad aportaba algo valioso a mi vida y no representaba ninguna amenaza. Afortunadamente mi madre era una mujer muy inteligente y nunca perdió la capacidad de aprender y de superar sus prejuicios.

Gracias a que en el Distrito Federal se ha reconocido finalmente el derecho de las personas homosexuales a casarse, unos amigos míos lo hicieron, y están por adoptar una nena.

Este suceso fue una buena oportunidad para mí de explicarle con naturalidad a mi hija de ocho años el amor entre las personas del mismo sexo, y sé que con ello le ahorré mucha confusión.

También vimos juntas Mi vida en rosa, una película francesa sobre un niño que quiere ser niña, y le pedí que cuando conozca a algún niño así, si alguien lo molesta, lo defienda.  Afortunadamente mi niña tiene un gran sentido de la justicia, y defiende a los compañeritos que no saben hacerlo solos y que constantemente son víctimas de discriminación por tener sobrepeso o por cualquier otra razón. Aunque está en una escuela particular, las marcas de la ropa la tienen sin cuidado y entre los regalos que más disfruta están las flores y los libros.

Un día me preguntó por qué toda la gente que pedía dinero en los semáforos era más morena.

El tema del color de la piel lo venimos arrastrando desde la Colonia, y nos hemos acostumbrado a vivir con él. Las muñecas rubias con ojos azules no nos han ayudado nada a sentirnos orgullosos de quiénes somos y cómo nos vemos. Con esa conciencia, yo le he comprado a mi hija muchas muñecas morenas y le he insistido en lo hermosas que me parecen, sin dejar de reconocer que las otras, rubias, pelirrojas o de pelo morado también son hermosas. Me di cuenta de que mi estrategia era exitosa el día que me dijo: “Mi compañera Laura es muy bonita… aunque muy blanca”.

En el caso de quienes rechazan a la gente de raza negra, estoy convencida de que es pura envidia. Es tal la contundencia de su superioridad física, que no cualquiera lo puede soportar. Eso, sumado a la sensualidad y el enorme talento para las artes y los deportes, entre otras cosas.

Discriminar a alguien por una discapacidad física o mental seguramente viene del terror que nos da que nos pase algo así, porque en el fondo sabemos que todos estamos expuestos a la vida y sus peligros. La única forma de combatir esas reacciones negativas es que desde niños se nos enseñe a practicar la compasión, que imaginemos qué se sentiría estar en esa situación y qué reacción esperaríamos de los demás.

Otro motivo de discriminación es la edad. Recuerdo con mucho dolor lo difícil que fue para mi mamá obtener un nuevo trabajo, cuando decidió renunciar a uno al que dedicó dos décadas. No obstante su currículum, la oferta laboral parecía ser exclusivamente para menores de treinta y cinco años. Ya bastante había batallado mi madre contra el machismo por ser una mujer abogada en un mundo de hombres, como para sumarle ahora que había dejado de ser joven.

Durante muchos años pensé que yo nunca había experimentado discriminación por género. Me costó trabajo reconocer que un hombre que fue mi pareja puso en duda mi valor como persona por no ser una buena ama de casa. Mis otras cualidades no eran importantes, puesto que siendo mujer lo que se esperaba de mí era que supiera cocinar y, por lo menos, dar instrucciones al personal doméstico. Eso de ser inteligente, valiente, creativa… ¿eso qué? ¡A mi mamá abogada se le olvidó enseñarme a planchar camisas de hombre!

Cabe mencionar que los motivos por los que alguien puede ser discriminado son infinitos, porque los valores cambian en los diferentes contextos. A mí me tocó muchas veces ser discriminada por ser “de Televisa”. Y no dudo que aún hoy, alguien que lea quiénes son los colaboradores de esta publicación diga: “¿Ella?, pero si ella es ‘de Televisa’”.

Parecería que al despreciar a otro ser humano, aquel que lo desprecia se vuelve superior a él.

El cadenero moreno que no deja entrar a un muchacho a un bar por considerarlo demasiado “prieto”, parece creer que él se vuelve más blanco en ese momento. Si tú eres “gorda”, yo automáticamente soy flaca aunque no lo sea, y si tú eres “chaparro”, yo soy muy alto.

Alguien que se siente bien de sí mismo no tiene la necesidad de aplastar a otro para sentirse superior. Pero ¿cuánta gente habrá que se sienta bien en su piel, que esté orgullosa de sí misma?

Todos hemos discriminado a alguien. Consciente o inconscientemente. En voz alta o con el pensamiento. Para poder transformar ese mal hábito más nos vale reconocerlo.

Ahora que soy madre me resulta muy claro que los hijos somos espejos de nuestros padres y que, cada vez que un niño ofende a otro, está repitiendo cosas que oye en su casa. Y así a la inversa: cuando un niño es amoroso, respetuoso o solidario con otro, está repitiendo lo que ha visto en su casa.

Estoy muy orgullosa del reflejo que me devuelve mi hija y pienso que en la educación, con el ejemplo, está la solución profunda a todos los problemas del país, y uno de los más arraigados es la discriminación.

Si nadie despreciara a nadie sería imposible que existiera la desigualdad económica y social que hay en México. Si estuviéramos orgullosos de ser quiénes somos, perteneceríamos al mismo grupo: “los mexicanos” y podríamos tener objetivos en común a pesar de que “cada cabeza es un mundo” y cada quien entiende la vida de manera distinta.

La tierra sigue girando, unos mueren, otros nacen, y seguimos soñando con un mundo en equilibrio en el que la gente respete la naturaleza y se respete a sí misma, donde todo el mundo tenga los mismos derechos, donde nadie odie ni robe ni mate a nadie. Es importante juntarnos con otros que sueñan lo mismo, para que no nos gane la apatía ni el desencanto.

En la gran escala de las cosas, nuestro paso por la tierra es un tiempo muy corto, pero si sembramos conciencia, tal vez los hijos de los hijos de los hijos de nuestros hijos vean algún beneficio. Y ya que los trajimos al mundo, ¡más nos vale dejárselos mejor!

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