En aquella fría hemeroteca a donde también llegaba el ruido de un pequeño ascensor de carga, así como a mí se me terminaban las horas en la biblioteca y a lo lejos de la sala notaba que apagaban las luces, a Amado Nervo se le iba la vida. Con avidez transcribía las loas y bendiciones del sacerdote Menéndez Plancarte, quien le dio los Santos Óleos. “El pasado 24 de mayo, en el Parque Hotel murió Amado Nervo, eran las 9:37 de la mañana. ‘Yo no quiero morir sin ver el sol’, fueron las últimas palabras del poeta. Tenía cuarenta y ocho años y nueve meses de vida mortal”, terminaba la nota de Menéndez Plancarte. Dejé todo como estaba sobre mi mesa de trabajo y fui a pedirle a la bibliotecaria, diez minutos más de consulta; me habló de horas extras, de problemas con el sindicato, de fallas en el interruptor de la luz. Al final me los concedió y seguí leyendo, con detalle de época, la disputa de Uruguay y Argentina por el ilustre cadáver. Las banderas de Uruguay ondearon a media asta por tres días, el Congreso declaró luto nacional y una descarga de cañones. Se le designó “Príncipe de los poetas continentales” y su cuerpo se embarcó en la fragata Uruguay con destino a México. También me embarqué en la travesía y seguí leyendo que sus restos mortales tardaron seis meses en llegar a México, ya que recibía homenajes en cada puerto donde atracaba: Brasil, Venezuela, Panamá, La Habana. A punto estaba de llegar por fin a playas veracruzanas cuando me apagaron la luz y me echaron de la biblioteca. Salí a la intemperie de la noche, con los versos de Nervo a flor de labios.
Foto: Biblioteca Nacional de Uruguay