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1 de diciembre de 2013

Por: CIDAC

El final del primer año de la gestión presidencial de Enrique Peña se acerca. Aun cuando todavía existen pendientes en la agenda legislativa propuesta y negociada desde Los Pinos vía el Pacto por México –destacando, por supuesto, el de la reforma energética—, el desahogo de la misma podría realizarse a marchas forzadas antes de finalizar 2013. De concretarse esto, el Ejecutivo tiene altas posibilidades de cumplir con las metas planteadas al inicio de su administración –al menos en materia legislativa. Concediendo que esto ocurriera, es  pertinente preguntar: ¿qué sigue ahora?

El Pacto por México, firmado un día después de la toma de posesión de Peña, ha permitido al presidente recuperar la dirección de la agenda legislativa y, en última instancia, el control sobre el aparato estatal. En términos agregados, Peña Nieto tiene hoy más poder que aquel que tenía Felipe Calderón al entregar la administración. Además, el Pacto como “facilitador” de consensos fue capaz de eliminar la idea del México “no reformador”, al revertir dos sexenios caracterizados por la parálisis legislativa. Esto último, plantea un reto mayor para la actual administración, ya que ha concluido la posibilidad de excusar un mal desempeño ante la ausencia de reformas legislativas. Quizás, la narrativa de las anheladas reformas estructurales ha terminado (aunque, si llegan a fracasar, de seguro dicha retórica volverá a ser retomada por la oposición). De hecho, el gran riesgo para la administración en la actualidad reside en que aparezca como muy capaz para movilizar al Poder Legislativo, pero incompetente para cambiar la realidad.

Si bien el “modelo reformador” puede haber llegado a su límite (por ahora), ¿cuál será el papel del gobierno durante el resto de la administración? El Ejecutivo tiene ante sí dos posibilidades: 1) aferrarse a la inercia reformadora; o 2) transitar hacia un modelo de poca política y mucha administración. Podría acabar en el peor de los mundos: mucha política y pobre desempeño. Ante el anuncio la semana pasada de una “gran reforma al agro mexicano” para 2014, la tentación de continuar con la inercia reformadora no es una idea sin fundamento. Dicha posibilidad no debiera extrañar, sobre todo si consideramos el gusto del presidente por los compromisos y los grandes anuncios. Sin embargo, continuar con dicha dinámica es cuestionable. Ciertamente, las reformas han sido muchas (aunque está por verse si sus resultados son óptimos). No obstante, vistas en conjunto, no parecen responder a una idea transversal de desarrollo. Continuar modificando leyes sin un proyecto articulado de país, puede terminar por desacreditar el mismo proceso de reformas. Si en verdad se ha hecho un trabajo serio, ha llegado la hora de comenzar a operar, no tanto en términos político-electorales (lo cual por momentos parece ser la única motivación de algunas reformas), sino en cuanto a la administración de la política pública. La reforma educativa ilustra los avatares de reformas grandiosas en el papel que luego se diluyen o anulan en el terreno de la realidad.

Al final, la evaluación del gobierno se producirá, no con base en el número de modificaciones aprobadas, sino por los resultados de las mismas. Asimismo, enfocarse en la gestión le permitiría atender asuntos abandonados, como el diseño institucional de la administración en México. Cabe mencionar que el diseño institucional en el país ha avanzado mucho en relación con los órganos autónomos como el IFE o el IFAI, pero su desarrollo en la administración pública centralizada ha sido precario. El aparato gubernamental federal sigue operando bajo una ley publicada hace más de treinta años en tiempos de López Portillo.

2014 se presenta como un año ideal para enfocarse en la administración, en especial porque se espera una mínima actividad política. Sin embargo, ¿será el Ejecutivo capaz de transformar al país de fondo versus caer en la tentación del reflector mediático y el aplauso fácil –aunque con rápida caducidad—que genera la eterna promesa de cambio por venir? 2014 será un año que facilite esa tendencia, pero será justamente el año en que comiencen las verdaderas negociaciones (relativas a la implementación) de las reformas en materia energética, educativa y de telecomunicaciones. Lejos de ser un año fácil, será de enorme tensión y la prueba de competencia de la administración del presidente Peña.

 

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