eloriente.net

28 de abril de 2014

Por: Miguel Carbonell

En cada legislatura del Congreso de la Unión se presentan más de mil iniciativas de reforma constitucional. Tal parece que todos los legisladores que llegan a ejercer el cargo quieren dejar su huella en el texto constitucional mediante alguna reforma, pensando que de esa manera pasarán a la historia y su nombre será recordado por generaciones y generaciones de agradecidos mexicanos.

Dicha postura no solamente es ingenua, sino también bastante perversa ya que a ella le debemos el resultado de tener una de las constituciones más reformadas del mundo y también una de las más detallistas y prolijas.

La teoría constitucional nos indica que una Constitución debe contener los principios básicos de la organización del poder público y el catálogo de derechos fundamentales de todas las personas que habitan en el territorio de un país. Nuestros legisladores, por lo visto, no se han enterado de eso y le han añadido al texto cuestiones tan poco esenciales como las siguientes: parques y jardines, drenaje y alcantarillado, los rastros (es decir, los establecimientos en los que se sacrifica al ganado para consumo humano), la cerveza y hasta el tradicional aguamiel. Todo eso y muchas cosas más que se podrían citar tienen en México rango constitucional, por ocurrencia de algún legislador cuyo nombre ya nadie tiene presente, pero cuya osadía e ignorancia nos heredó una Constitución marcadamente hipertrofiada.

Uno podría pensar que esos despropósitos pertenecen al pasado y que quizá hayan sido producto de una clase política iletrada, como la que gobernó México durante buena parte del siglo XX. Pues no. Resulta que el “ensanchamiento” constitucional prosigue y no parece arrojar signos de agotamiento alguno. Por el contrario, las últimas reformas han continuado añadiendo temas completamente ajenos a lo que debería ser un texto fundamental.

Por ejemplo, la reforma en materia de telecomunicaciones publicada en junio de 2013 añadió un largo listado de requisitos para poder ser nombrado como integrante de los órganos reguladores en la materia. Y uno se pregunta si eso no debería estar en una ley y no en la Carta Magna. ¿Se imagina el lector que la Constitución española de 1978 enunciara los requisitos para formar parte de la Agencia de Protección de Datos de ese país o que la legendaria Constitución de Estados Unidos hiciera lo mismo para el caso de la Federal Communications Commision?

Un caso parecido sucede con la reforma energética que, como lo ha señalado Diego Valadés, contiene seis mil 900 palabras, de las cuales más de seis mil están en los más de 20 artículos transitorios del decreto respectivo, que detallan hasta un nivel absurdo cuestiones relacionadas con los tipos de contrato que pueden existir y la forma en que se va a pagar a los particulares que participen en el sector energético mexicano.

Faltan tres años para que la Constitución llegue a ser centenaria. Creo que se trata de una oportunidad fabulosa para que entre todos nos preguntemos sobre el tipo de Constitución que queremos y sobre el papel que necesitamos que juegue en el presente y el futuro del país.

Una Constitución que todo el tiempo se está reformando y que contiene una regulación minuciosa y detallada de un sinfín de temas genera más problemas que soluciones, ya que por un lado dificulta a los ciudadanos su conocimiento (uno tiene que comprar un nuevo ejemplar de la Constitución cada mes y medio, si quiere mantenerse más o menos al día), y por otra parte hace muy compleja la interpretación judicial, ya que los operadores de nuestro sistema jurídico no pueden orientarse a partir de grandes principios, sino que tienen que acatar órdenes minúsculas que en no pocas ocasiones ni siquiera están bien redactadas.

¿Qué hacer ante este contexto tan poco alentador? Hay dos escenarios que no solamente veo como posibles, sino que creo que son los más deseables. Una vez que se han aprobado muchas de las reformas estructurales, podría decretarse de factouna moratoria en materia de cambios constitucionales para que se le diera a la Constitución un respiro hasta febrero de 2017. Podríamos aprovechar este periodo de tres años para estudiar a fondo el texto vigente y sacarle todo el provecho que puede arrojar, mientras pensamos sobre lo que queremos en términos constitucionales una vez que lleguemos a esa fecha.

El segundo escenario es más complicado políticamente, pero tarde o temprano tendremos que enfrentarlo: si las continuas reformas pudieran hacernos suponer que el contenido de la Constitución por una u otra causa no nos sirve, no nos resulta funcional o simplemente no nos agrada, quizá sea tiempo de ir vislumbrando una opción de reemplazo radical de sus contenidos a través de la convocatoria a un Congreso Constituyente. Muchos países de América Latina han realizado ejercicios semejantes en las décadas recientes y el resultado ha sido en su mayor parte positivo. ¿No es mejor repensar en su conjunto el contenido que queremos que tenga la Constitución en vez de seguir por la senda de los pequeños cambios casi semanales con que nuestros legisladores siguen moldeando sus normas?

En todo caso, lo que nadie debe dudar es que no hay alternativa alguna a la forma del Estado constitucional de derecho que hemos adoptado en México. La Constitución, corta o larga, general o detallista, llegó a la historia del país para quedarse. Quizá ese solo motivo ya valga la pena celebrarse.

 

 

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