(www.eloriente.net, México, a 24 de mayo de 2016, por Jesús Rito García).-

A los ocho soldaditos

Hace algunos años, en un viejo mapa de Oaxaca descubrí que en la sierra norte había un pueblo llamado Luvina. Lo primero que se me vino a la mente fue el cuento de Juan Rulfo. Y no pasó por alto, ya que siempre me quedé con la idea de conocerlo, fuera o no, el pueblo que Rulfo retrató con con sus palabras.

Tiempo después, en una charla de amigos comenté el hallazgo de Luvina y dije que iría. Algunos se unieron a la expedición que no tenía un destino bien definido, pero imaginábamos que podía pasar algo interesante.

“-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me parece recordar el principio.”

Abordamos un taxi-colectivo para ir a San Pablo Guelatao. Mientras íbamos en camino, viendo las exuberantes montañas de la sierra norte oaxaqueña; preguntamos al taxista cómo podíamos llegar a Luvina. Y entonces, él nos respondió con sorpresa, –¿y a qué van allá? – Allá no hay nada.

No supimos qué responder, sólo nos quedamos mirando unos a otros, con una sonrisa de complicidad, porque sabíamos que íbamos por buen camino.

En Ixtlán de Juárez ya éramos el grupo de “Los ocho soldaditos”, este mote surgió porque decidimos guiarnos por el oráculo del libro El llano en llamas y lo abrimos al azar. En aquel momento, la primera línea que surgió fue: “encontraron ocho soldados”. Sabíamos que era una premonición, nosotros éramos ocho y nuestro destino era la Cuesta de la Piedra Cruda.

Allí en Ixtlán, nuevamente preguntamos cómo podíamos llegar a Luvina. Queríamos saber si estaba cerca o ya estábamos perdidos. Nuestra pregunta causó extrañeza a los lugareños, y una señora nos dijo: ¿A qué van allá? Allá no hay nada. –Y si pueden, coman algo antes, compren víveres, porque allá en Luvina no hay dónde comer.

 

“-¿Dónde está la fonda?

“-No hay ninguna fonda.

“-¿Y el mesón?

“-No hay ningún mesón

“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.

“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de sus ojos… Pero no tienen qué darnos de comer.”

 

Llegamos a San Pablo Macuiltianguis, era de noche y aún no sabíamos nada de Luvina; nos acercamos a una casa donde había muchas personas; era un velorio. Preguntamos dónde podíamos hospedarnos o cómo seguir nuestro camino; pero nos dijeron que aún estaba lejos y que era mejor quedarnos a descansar allí.

 

“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’”[…] “San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre.”

 

Emprendimos el viaje después del mediodía, tomamos el camino hacia San Juan Luvina; antes, compramos unas cervezas, sabíamos que allá no encontraríamos nada. Quizá sólo el mezcal que hacen de la yerba llamada hojasé y que después estaríamos dando “volteretas como si lo chacamotearan”.

“Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará.”

 

Iniciamos con la lectura en voz alta del cuento tratando de hacer un homenaje, cada uno de “Los ocho soldaditos” leímos una parte. Ya en el trayecto, por el camino de terracería, la camioneta en la que íbamos se atascó en un puente en construcción y empujamos hasta que logramos sacarla. Pensamos que ahí se acabaría nuestra aventura literaria, pero la suerte ya estaba echada.

 

“Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:

“-Yo me vuelvo -nos dijo.

“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.

“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.

“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.”

Un campesino que iba de regreso a Luvina nos pidió un aventón. Hombre recio, con machete en mano y morral al hombro. Nos comentó que las cosechas eran muy malas, pero que no había de otra, que la tierra y las lluvias no eran constantes. Que había que seguir en la faena.

«…Sí llueve poco. Tampoco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.»

También nos dijo que hay otra Luvina, la vieja, que fue abandonada por sus pobladores. Le preguntamos cómo podíamos llegar y nos dijo que tenía que ser a pie, aún estaba lejos, atrás de aquellas montañas.

“¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado…”

 

San Juan Luvina: era lo primero que leímos en el edificio de la agencia municipal. No lo sabíamos, pero era verdad que en algún lugar del mundo existía la Luvina de Rulfo, y que ese lugar estaba en Oaxaca.

Rulfo conoció muy bien la sierra norte mientras trabajaba para el Instituto Nacional Indigenista. Sus fotos demuestran el interés que tenía por el mundo indígena, además de los diferentes cuentos donde lo retrata de igual manera.

Al llegar al mirador del pueblo, de lo primero que nos percatamos fue el fuerte viento que sube desde la cañada.

«Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo.»

-¿»No oyen ese viento?- Les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.

«Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios me contestaron. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.»

 

Caminamos un poco por el pueblo, no sé por qué no hablamos con nadie, sólo unas señoras a lo lejos nos observaban.

Fuimos a la pequeña iglesia, que no era aquel jacalón vacío, sino más bien una iglesía pintada de colores bastante llamativos, desde allí vimos el atardecer, después, unas nubes grises amenazaban con caer en cualquier momento. Pero no pasó nada.

 

Bebimos las cervezas calientes. Entonces, en la plaza, antes de marcharnos, vimos a un hombre que nos miraba y se reía, nosotros pensamos que era Macario, otro personaje más del libro El llano en llamas. No hablamos tampoco con él, sólo nos observaba. Después, uno de mis compañeros le regaló la última cerveza; él, muy contento la tomó y se echó a correr camino abajo, quizá por temor a que lo vieran.

 

«Pues sí, como le estaba yo diciendo…

Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.

Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.

El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

rulfo
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