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19 de septiembre de 2016

Por: Cristina Liceaga

Esto lo escribí hace 20 años después de leer el libro de Elena Poniatowska “Nada, nadie. Las voces del temblor”. Lo dejo tal cual, con sus perfecciones y defectos.

19/09/85

Dicen que uno muere en vida más de una vez. Nuestro país no es la excepción, ha atravesado por el proceso de nacimiento – muerte – nacimiento varias veces. Sin embargo, de todas esas veces, quizá la más dolorosa, pero a la vez de la que más aprendimos fue la de 1985, la del 19 de septiembre, la del terremoto más grande del que se tenga memoria.

Más de 10 mil muertos, miles de desaparecidos, personas que de la noche a la mañana, de un minuto a otro dejaron atrás un pasado, una familia, una historia. Tras el sacudimiento de la tierra, vino a la obscuridad y el adiós para alguien que ahora ya no es nadie.

Cuántas esperanzas, cuántas historias, buenas o malas, pero al fin historias, no quedaron atrapadas en los escombros junto con miles de personas de las que nadie se acuerda ya, cadáveres que acabaron en una fosa común como si nunca hubieran existido, como si nunca hubieran sido parte de de una historia por ellos mismos protagonizada.

¿Quién habrá guardado los recuerdos de esa vida, quien conservará los retazos de fiestas, bailes, primeras comuniones, bodas, en fin, de vida? ¿En qué cajón olvidado permanecerán libros, fotos, el zapato del recién nacido, el vestido de domingo, la muñeca de la niña? ¿Quién iba a decir que los objetos sobrevivirían a la tragedia de sus dueños, al silencio impasible de la soledad?

Dicen que la gente que murió en el terremoto no murió por los sismos, por las varillas y las losas que se fundieron a su cuerpo formando una escultura caprichosa. No, dicen que murieron por el sistema, por la corrupción, por las prácticas y costumbres tan comunes que nos rigen. Cuántas vidas, cuántas historias se hubieran podido reconstruir y echar a andar de nuevo si se hubiera actuado a tiempo, si no hubiera habido esas trabas burocráticas, si se hubiera aceptado la ayuda extranjera en las primeras horas de la tragedia, si el ejército no hubiera querido monopolizar y fundar una empresa llamada “rescatemos muertos que hubieran podido vivir”.




Ante la indiferencia de los cuerpos especializados, México despertó del letargo del que sale de vez en cuando, cuando algo lo trastoca, cuando los ferrocarrileros se ponen en huelga, los estudiantes exigen un espacio para gritar y los enmascarados le recuerdan que hay indígenas en su territorio. El monstruo llamado sociedad civil despertó. Fue adquiriendo forma a través de largas cadenas de hombres, mujeres y hasta niños que removían los escombros en cubetas, tinas y colchas. Personas que se habían salvado por una burla del destino, que habían ido a la farmacia, a comprar la leche, unían la fuerza de su desesperación con el asombro y la valentía de ciudadanos de todas las clases sociales.

Paradojas de la desgracia, el llanto y la incredulidad habían borrado las diferencias, los niños bien de la Ibero junto a los chavos banda de Neza, las señoras que en su vida habían salido de las Lomas con las costureras. Todos juntos tratando de cerrar las heridas, de salvar historias que no merecían ese fin.

Y ahora, 10 años después, quién se acuerda de los muertos, de las horas de soledad y silencio, en las que México ya no sólo era la ciudad más grande del mundo, si no el cementerio más grande.

Imagina el sufrimiento de los que quedaron atrapados con vida, de los que vieron cómo sus gritos se iban ahogando en el silencio, que su vida se iba apagando poco a poco, quién se acuerda ya de ellos, quién.

En qué cárcel está en los culpables, los arquitectos de la corrupción transformada en hospital, en escuela, en conjunto habitacional, en oficina de gobierno. O será que están sentados detrás de un escritorio manejando la corrupción burocracia del país.

Qué será de los bebés héroes, de los niños del sismo, de aquellos en los que quedó la marca del trauma del silencio negro de las incubadoras. Sí, de esos que tienen sus cinco minutos reglamentarios de fama cada 19 de septiembre.

¿Y el Nuevo León, y el Super Leche, y el Regis? Se los tragó la tierra, se fueron por un agujero, en su lugar hicieron parquecitos, ¿en qué pensarán los que juegan en ellos, sabrán que debajo están los cadáveres ya sin historia?

Todo cambió desde entonces, ya nadie es el mismo, ve la ciudad, es irreconocible… ¡Cuántos parques nuevos, cuántos estacionamientos, cuántos centros habitacionales nuevos, cuántas historias perdidas, cuántas!

¿Y qué me dices de las organizaciones que se formaron con el sismo, de los niños que nacieron después del 85 y saben ya de los mitos y leyendas de la ciudad de los terremotos?

Y si vuelve a temblar, ¿estaremos preparados, o todo lo que nos han enseñado, “el no corras, no grites, no empujes” se nos borrará de pronto y el caos volverá junto con los fantasmas de aquellos días?

Nadie sabe nada. Nadie supo nada. Nadie sabrá nada…

Hemos perdido en las noches

los días escaparon entre nuestras manos

y dejamos dentro de cada uno

un pedazo de nuestra propia vida.

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