eloriente.net

8 de noviembre de 2016

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“Pasada la celebración de los Fieles Difuntos, conviene sopesar y tener presentes las reflexiones que esos días se producen en torno a la ausencia, la finitud, el destino, sobre ese binomio inseparable que nos define: la vida y la muerte”.

 

Caras de una misma moneda. Moneda que por cierto nadie juega con mayor destreza que el mexicano, y en particular, el oaxaqueño. Según se necesite, ya sea por broma o por apuro, un muerto puede estar más enterrado que un cuchillo la tarde previa a una boda o, en su caso, más vivo que un vendedor de autopartes.

Como pocos pueblos en el mundo, crecemos conviviendo con este binomio inseparable, esa moneda indivisible.

Y la lanzamos al aire y nos divertimos hasta entrada la madrugada con cierta melancolía, cantamos a ronco pecho, rememoramos las mismas bromas y anécdotas de siempre, las contamos centenares de veces condimentando cierto pasaje que de pronto tomó la importancia que nunca tuvo, y lloramos, nos lamentamos de lo corta que es la vida y de lo largo que nos parece el otro viaje que apenas sospechamos y sobre el cual elucubramos, juntamos pedacería y tratamos así de comprenderlo.

Al final, nos derrotamos, sabiéndonos ignorantes, frágiles, animales yendo sin cesar hacia el mismo precipicio, sin que nadie pueda evitarlo.

Por todo, qué tremenda (por buena) la oportunidad que tenemos los primeros días de noviembre para reflexionar sobre el asunto. Allí, enfrente de la tumba o las cenizas de algún ser amado, tenemos el espacio para meditar sobre el tiempo y el olvido, sobre el propósito o despropósito que tiene el acto sencillo de abrir los ojos por la mañana o, como escribió José Emilio Pacheco, nada más para divagar y cuestionarnos: ¿A dónde van los días que pasan?

Podríamos hacerlo más seguido y no solamente 48 horas al año. Quizá de esa manera aprovecharíamos mejor las inevitables enseñanzas de la muerte y de quienes ya se adelantaron. ¿Sus consejos y experiencias te han servido para amortiguar los golpes, las inevitables caídas y sus raspones? ¿O para mitigar con cierta sabiduría el insomnio, la sensación de que algo estás haciendo mal a pesar de estarlo haciendo todo bien en apariencia? ¿O para comprender esa vieja ley que Jodorowsky no se cansa de recordarnos: lo que das te lo das, lo que no das te lo quitas?

Así, la muerte es la gran maestra.

Nadie puede derrotarla, llega cuando quiere, no se equivoca, da miedo.

Sólo su revés se le compara: la vida.

Deberíamos tener al menos las mismas 48 horas al año para dedicarlas por entero a pensar y recordar a nuestros vivos.

Y erigirles altares y brindarles ofrendas. Elegir sus productos favoritos del mundo y colocárselos en mesitas de varios niveles, cada uno con significados profundos, como el principio y el fin, la dulzura y la amargura, ofrecerles el níspero y el mole y un poco de incienso para purificar las energías de sus habitaciones.

Los acompañaríamos la noche entera no importando el clima o el estado de salud, ni siquiera el temor que podría producirnos la oscuridad en la casa más lóbrega, si fuera el caso, pues si nos atrevemos a pasear y hasta dormir en los panteones por nuestros muertos, ¿porqué no venceríamos los peores temores o peligros también por nuestros vivos?

Y entonces los miraríamos a los ojos con cariño y les diríamos en vida todo lo que valoramos su amistad y su compasión, aún aquella vez que nos demostraron estar con nosotros en las malas, nos dieron de lo que poco que tenían en el plato o dedicaron su tiempo a escuchar nuestros lamentos o a soportar el mal humor al término de las reuniones laborales.

De alguna manera, mientras escribo esto, ya me nacen ganas de llamar y agradecer y tener los detalles que nunca he tenido con los míos —al menos no a este nivel de intensidad— quizá porque nunca había tenido tan claro como ahora este asunto. Ahora que por cierto ya cargo con dos o tres pérdidas irreparables.

¿Qué le dirías tú a tus vivos más queridos?

¿Qué les has dejado de decir todos estos años? ¿Y para qué postergarlo para un 2 de noviembre en el futuro?

Es posible que al hacerlo nos evitemos arrepentimientos mayúsculos, cartas póstumas que no alcanzan a su destinatario pero al menos —oh consuelo— palian esa sensación de culpa que a nuestra civilización le es tan inherente.

La culpa es prevenible. Por eso, sentirla da más culpa y duele el doble.

¿Qué puede causar más de ella que el hecho irreversible de no haber dicho o demostrado el amor que se sentía, la admiración que nos enalteció, el agradecimiento por haber llenado un breve instante el vacío individual que nos acecha como una sombra?

También en estos reproches los seres humanos nos hermanamos los primeros días de noviembre. Porque debe lanzar la primera piedra quien haya actuado lo suficientemente bien como para no arrepentirse de algo. Aunque fuera algo mínimo. Mienten quienes dicen que no se arrepienten de nada. Por eso, las disculpas y los perdones parecen cosa corriente a la orilla de las tumbas y en los silencios y la barbilla inclinada de los amigos fieles.

Nos hermanamos en la humildad con que nos dirigimos a los muertos.

Quizá porque intuimos que su viaje hacia el ‘eterno reposo’ requiere al menos un poco de lo mejor de nosotros.

Ese viaje, lo entendían mejor los antiguos mexicanos, como lo escribieron Denis Rodríguez, Hermida Moreno y Huesca Méndez: “Para los indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la cual la idea de infierno o paraíso significa castigo o premio; los antiguos mexicanos creían que el destino del alma del muerto estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento en vida.

Por citar algunos ejemplos, las almas de los que morían en circunstancias relacionadas con el agua se dirigían al Tlalocan, o paraíso de Tláloc; los muertos en combate, los cautivos sacrificados y las mujeres muertas durante al parto llegaban al Omeyocan, paraíso del Sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. El Mictlán estaba destinado a los que morían de muerte natural. Los niños muertos tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran”. (El altar de muertos. La Ciencia y el Hombre, Enero-Abril 2012, Universidad Veracruzana).

¿El viaje de la vida es similar?

¿Uno va hacia paraísos terrenales según el tipo de vida que tenemos? ¿Dónde se encuentra el árbol donde llevar a nuestros niños para alimentarse?

Es posible que esos ‘edenes’ no sean como los imaginamos ni se llamen Tlalocan, ni tengan nada que ver con las imágenes idílicas de ciertas religiones. Pueden ser y llamarse de otro modo en nuestra cotidiana existencia: puede llamarse ‘hijo’ y entramos a sus dominios cuando tenemos la sensación de que lo daríamos todo por su bienestar, sin condición alguna. Puede llamarse ‘madre’, y comenzar y concluir en su vientre cada viaje. También puede ser ‘dignidad’ y en su honor mirar a cualquiera siempre directo a las pupilas.

Un altar, por favor, también para todo esto.

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