(www.eloriente.net, México, a 20 de noviembre de 2016, por Adrián Ortiz Romero/Al Margen).- Cada quien está preocupado por lo que pueda pasar en su propio territorio; pero si algo debe quedarnos claro desde el inicio es que si una sociedad pagará principalmente el peaje de un presidente como Donald Trump, esa será la estadounidense. Serán ellos, independientemente de lo que pase en México o en cualquier otro país, porque como lo hemos comprobado nosotros mismos en otras experiencias, a nadie le resulta más costosa una elección de esa magnitud, que a los mismos que deciden ejerciendo su democracia. Ello no es alivio, pero sí puede ser un punto de referencia importante hacia el futuro, ante la incertidumbre y el miedo por el resultado de esta elección.
En efecto, para muchos (nos) fue casi insospechada la victoria de Donald Trump como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y ante la realidad el sentimiento predominante fue el de la incertidumbre y el temor por el futuro. En México, la opinión generalizada fue en ese sentido, ante las tronantes declaraciones del magnate estadounidense en contra de la comunidad mexicana en aquel país; y por la exteriorización de ciertas intenciones, como la de construir un “hermoso muro” en la frontera entre México y la Unión Americana.
Ahora habrá que pensar no sólo en los efectos que tenga la presidencia de Trump no sólo para México (nuestra realidad doméstica), sino también ver los efectos que ello tendrá para la población estadounidense, que por miedo, por egoísmo o por añoranza sobre el extraviado “american dream”, votaron por el controvertido magnate por encima de la figura de la “política tradicional”, forjada en el sistema, que representaba la candidata demócrata, Hillary Clinton.
La oferta principal de Trump como presidente es justamente la de devolver a los estadounidenses el estilo de vida que ellos consideran como “tradicional” y regresarles ciertas condiciones que ellos creen perdidas por la integración de diversas minorías (latinos, afroamericanos, homosexuales, etcétera) al rol de vida norteamericano. En el fondo, quienes votaron por Trump piensan que esa integración social, ha menguado sus privilegios; y votaron por el Republicano, justamente porque él les prometió recuperar —y así lo reiteró en su primer discurso como Presidente Electo— el sueño americano que se vio truncado por las últimas administraciones, y por el que ubican como particular responsable al presidente saliente, Barack Obama, y por extensión a Hillary Clinton.
Frente a todo eso, el problema es que no es lo mismo ser candidato que ser presidente. Y si bien como aspirante a la presidencia estadounidense, Trump encontró —con precisión mercadológica y política— el discurso exacto para hablarle y conquistar a la mayoría de los votantes. El problema es que una vez que ha dejado de ser candidato, y que se prepara para ser Presidente, sus posibilidades de ser infalible se reducen. Es más, a partir del 20 de enero —fecha en que asumirá la Presidencia—, su capital político comenzará a invertirse en cada decisión que tome. Por eso, tendrá que ser más cuidadoso no sólo con lo que decida, sino con las consecuencias que tengan esas decisiones.
PRESIDENTE VIGILADO
Es muy prematuro suponer que Trump inaugurará una nueva época de cesarismo en los Estados Unidos. Es muy aventurado decirlo, porque durante la campaña quedó claro que Trump no tenía la simpatía total del Partido Republicano; también es evidente que si bien los conservadores tienen mayoría en ambas cámaras, existirá una oposición demócrata que se recuperará vigorosamente por la magnitud de las decisiones que Trump pueda tomar, porque ahora ellos serán una oposición sin algo más que perder; y porque —lo acepten o no— los demócratas siguen teniendo la simpatía de un poco más de la mitad de la población estadounidense que respaldó a Hillary Clinton.
Así, lo que resulta evidente es que, como Presidente, Donald Trump tendrá en mucho más que preocuparse antes que voltear los ojos hacia México, o hacia cualquiera otra nación del orbe. Tiene grandes retos enfrente, que evidentemente no se resuelven construyendo un muro o cancelando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, porque —aunque las medidas son deseadas por la población que votó por él, porque quiere ver de regreso del “american dream”— los efectos de esas decisiones serían inversamente proporcionales a los resultados deseados.
Por esa razón, los primeros implicados en esa gran interrogante que significa la presidencia de Donald Trump, son los propios estadounidenses. Antes que nosotros —y eso no es consuelo— tendrán que asumir las consecuencias de un contradictorio ejercicio democrático que coronó la aspiración disruptiva de millones de estadounidenses que prefirieron al no-político, que a las personas construidas o desde el sistema político, o desde las familias de tradición presidencial, o a los personajes que tradicionalmente llegaban o aspiraban al poder.
PRESIDENTE INMÓVIL
Finalmente, habrá que ver qué tanta movilidad logra tener Trump. Ello pondrá a prueba —como nunca— el sistema de frenos y contrapesos, del que el modelo republicano de gobierno estadounidense ha sido paradigmático en el mundo a lo largo de los últimos 200 años. A partir de hoy, tendrá que tejer alianzas, ceder, reconsiderar y pensar —también con precisión mercadológica, si es que el término es aceptable— cada paso que dé. Lo que sí es seguro, es que su gestión, como la de todos los gobernantes, tendrá que ser mucho más que las bravuconadas de un candidato queriendo agradar a los electores. De eso, en México, ya sabemos bastante…