eloriente.net

4 de julio de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“No tenemos derecho alguno a despreciar los pequeños signos… tomándolos en consideración pueden servirnos de guía para realizar importantes descubrimientos, escribió Freud”.

 

Una mañana en casa, escuchando murmullos y canciones, las pisadas familiares de las personas queridas, las sonrisas que estallan en las habitaciones contiguas, el correr de las cortinas, el agua, las puertas abriéndose, cierto hálito de que todo es mejor que ayer y que ha valido la pena haber salido, nada más para volver.

Sin embargo, también está la certeza de que incluso esto —la realidad de esta mañana y sus ruidos—, se irá irremediablemente, como si uno estuviera siempre sobre un territorio movedizo, incierto.

De alguna manera, piénsalo, cada instante que vives se difumina, de inmediato se transforma de real a recuerdo. Paso estrecho e imperceptible. Estamos habituados a darlo y la costumbre no le quita lo sorprendente. De pronto, un momento, este momento tangible e indudable se inmaterializa y ya solo vive en nuestra mente.

Aún los acontecimientos más significativos, ya transcurridos, pertenecen solo a ese otro mundo de la memoria, las figuraciones, el recuerdo impreciso, las modificaciones del tiempo.

Es un hecho consumado que el minuto que pasó o este segundo que se ha ido para siempre, han cruzado ya ese umbral. Son humo al interior.

Por eso, ninguna realidad está dada para siempre. Todo está moviéndose con tal constancia, que su cambio es inminente e inevitable. Tanto en lo personal como en lo colectivo, no existe la posibilidad de leyes eternas ni de permanencias indelebles.

Todo es impermanente.

En lo individual, recibimos la noticia inesperada de la muerte de un amigo, el advenimiento de una lluvia torrencial, un resfriado, un corte de luz, una propuesta de trabajo surgida de la nada, y entonces aquello que parecía fijo e inamovible, como la rutina de un día a día, comienza una mutación aún más veloz e incontrolable.

En lo comunitario sucede exactamente lo mismo. Aparentemente, la vida de una ciudad transcurre con cierta constancia y previsibilidad, hasta que de pronto sucede algo extraordinario que le opone un ritmo nuevo, una circunstancia diferente.

En la Ciudad de México, por ejemplo, las recientes inundaciones, o en Londres, las agresiones a ciudadanos por parte de grupos extremistas, han provocado que la vida en estas urbes se trastoque de tal manera que nada puede volver a ser como antes.

Nada es más inamovible que la transformación.

Eso es bien sabido.

Por lo tanto, el arte está en anticiparse al cambio y en provocarlo positivamente.

La anticipación requiere atención.

Porque aún cuando los ejemplos de arriba son emblemáticos, también es cierto que se trata solo de manifestaciones de padecimientos más profundos. Síntomas pero no causas, como gustan en llamarle diversos analistas.

Resulta imposible, como muestra, que las inundaciones en la Ciudad de México hayan surgido de la nada, sin antes no haber dado visos de que algo así estaba a punto de suceder, en la magnitud en que las anegaciones han acontecido.

Ya hace 15 años, en diversas zonas de la ciudad, se sucedían encharcamientos de consideración.

Cuando yo trabajaba —solo como una demostración— en los rumbos de Ferrocarril de Cuernavaca, los compañeros debíamos ser muy precavidos en temporada de lluvia, para no estacionar en los pisos de sótano los automóviles, pues ya desde entonces solían anegarse los niveles más hondos.

¿Porqué no se previó desde aquellos años lo que 2017 les depararía? Sin el afán de buscar responsables sino soluciones, lo conveniente es que ya cuenten con soluciones productos de diagnósticos o de experiencias aisladas como la mía. ¿Porqué no se han implementado? ¿Cuál es el análisis que se ha efectuado para preferir la omisión a la resolución?

Pero como en aquel caso —francamente inexplicable para una urbe como la capital de México—, en otras poblaciones podemos hacer y plantear inquietudes similares.

La respuesta, normalmente, es una: no estamos habituados a anticipar los cambios ni a orientar las transformaciones.

 

Estar atentos a las insinuaciones, a los indicios, a los síntomas, es el reiterado consejo de un médico al paciente. Aplica también en el resto de los campos de nuestras vidas. No estemos esperando que las grandes cosas o acontecimientos se efectúen. Es en lo común, en lo cotidiano, cuando esa grandeza se está gestando constantemente.

Ninguna grandeza proviene de la generación espontánea.

Siempre es el resultado de un sinnúmero de indicios y rastros que van forjándola. Minutos de esfuerzo, disciplina, organización, orden, en el caso del trabajo. Horas enteras de atenciones, afecto, cuidado y respeto, en el caso de las relaciones personales. Y también, lo que resulta el centro de estas líneas, mucha atención a los cabos sueltos y a los pequeños signos, como decía Freud.

Porque precisamente el arte está en los indicios, en las pequeñas cosas. Nadie puede hablarnos de grandeza si no antes nos habla del día a día, de cómo vamos ir atendiendo y entendiendo estas cosas en las que finalmente radica la vida de cada uno de nosotros.

Nadie puede hablarnos de cómo entiende el país —ahora que sube la fiebre de 2018— si no antes atiende y está consciente de la naturaleza del cambio, de la necesidad de asumir la transformación como algo natural, algo que no puede evitarse y que en todo caso solo puede acelerarse o dilatarse.

Alguien que nos hable de cómo pretende anticiparse a las urgencias y orientar las transformaciones.

Ya no necesitamos de líderes o personas que nos hablen de los hechos, sino de los indicios de los próximos hechos.

Solo entonces el resto de los ciudadanos podremos ver en alguna o alguno de ellos una insinuación y, por lo tanto, cierta grandeza.

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