eloriente.net
10 de julio de 2017
Por Juan Pablo Vasconcelos
“No se ha hecho todavía una encuesta entre ciudadanos de la capital de Oaxaca, que nos revele cuál es el porcentaje de nosotros que hemos pasado por las aulas de la Casa de la Cultura.
Tampoco la hay, que cuantifique el afecto extraordinario que le tenemos”.
En tiempos de desconfianza generalizada hacia las instituciones, aún hay remansos.
Si estamos ciertos —por las encuestas oficiales— de que cerca del 76% de los habitantes del país desconfía de la policía de tránsito, deberíamos construir algunos indicadores que nos comuniquen mayor esperanza. Medir, por ejemplo, cuánto confiamos en una institución tan nuestra como la Casa de la Cultura Oaxaqueña (CCO), lo cual seguro ha de equilibrar para bien cualquiera de las mediciones.
La confianza sigue siendo tal, que decenas de padres y madres dejan en esa callecita de González Ortega a sus hijos —“lo más valioso que tenemos en la vida”, aseguran—, sin más sentido de por medio que ayudarlos a expresarse. Expresar sus emociones, ideas y talentos.
Inclusive aquellos talentos secretos que con los años se diluyen, pero que no dejaron de ser alguna vez la razón por la cual pudimos dejarlo todo, abandonarlo todo, cambiarlo todo.
Entrábamos en la práctica del dibujo o la música y el tiempo se suspendía. Nunca fue aprender la finalidad. Solo expresar. Sabiendo que cuando se expresa con verdad, no hay división posible entre razón y emoción, entre intelectualidad y naturalidad. Porque las divisiones y clases solo tienen fin para los análisis, pero nadie vive atendiendo si es idea o pasión, si es A o B el siguiente acto.
Aquellas tardes, la luz de las 4 caía a plomo sobre la fuente del primer patio. Aún puedo ver el resplandor sobre las anchas hojas y, como si fuera ayer, el rojo desteñido de los muros, que encerraban los sonidos de las clases de piano o saxofón. Éstas últimas —según tengo memoria aunque no podría asegurarlo—, estaban destinadas a los alumnos avanzados, quienes ya habían pasado flauta o solfeo, que es el nivel donde nos quedábamos la inmensa mayoría.
Los corredores —con una temperatura más baja que el promedio de los corredores de la ciudad—, eran ideales para sentirse un artista.
Lo que fuera que esto signifique y que un artista, evidentemente, podría explicar mejor que nadie.
Sentirse un artista, quizás, intuir que puedes traducir algo relevante para el resto de los seres humanos; interpretar cierto rasgo, color, atmósfera, con un mirada única, y comunicarla con un talento reservado para unos contados, en una conciencia de grupo que es innegable, a pesar de que el trabajo reside también en nunca sentirse diferente; indagar en asuntos que no tienen importancia aparente, pero cuyo misterio es creer que son los más relevantes, los inevitables.
Claro que sentirse así a los siete u ocho no tiene nada que ver con estas líneas.
Es mucho más sencillo aunque no simple. Es la dicha de explorar e irse encontrando.
¿Para qué serviría una Casa de la Cultura que no ayude a aventurarse antes que a certificarse? ¿Y a vivir con cierta dicha la combinación justa del amarillo y el azul en la acuarela o una digitación limpia en los agujeros de la flauta?
En suma, nos venía bien a nuestras tardes la experiencia de la Casa. Ya luego, la espera al terminar sentados en la fuente, en lo que era entonces una ciudad de poco tráfico y de una seguridad extraordinaria. Tan es así, que podían dejarnos esperando a muchos niños durante un par de horas, solitarios, sin que nada peligroso nos ocurriera.
Por eso, mientras escuchaba junto a Guillermo García Manzano —director de la CCO— la interpretación del estupendo barítono Jorge Guerrero, durante la celebración de aniversario de la institución en el Teatro Alcalá, comentábamos en voz baja la importancia social de la Casa, el altísimo significado comunitario que conlleva y el estupendo trabajo que 18 directores han efectuado desde 1971 hasta la fecha.
Han sido 46 años de apretados presupuestos, visiones de política cultural superpuestas y, a veces, hasta de olvido. Pero lo han sido también de férreo espíritu por parte de sus directores, coordinadores y de sus talleristas, muchos de los cuales han permanecido por numerosos años al frente de sus grupos y disciplinas. Gerardo Ibáñez, Salvador Reyes o América Escalera, entre otros muchos, son ejemplo de constancia y vocación innegable.
La Casa entonces no se ha mantenido de pie gracias a algo etéreo como “las instituciones” o “el gobierno”. Lo ha hecho debido a la generosidad y el espíritu de personas de carne y hueso, cuyo nombre necesita ser recordado pronto y con el volumen que merece.
García Manzano acertó en reconocer esa noche a pintores y benefactores, así como a agrupaciones aliadas en la tarea de la institución; gente sencilla que está una vez más sacando el pecho para permitir la continuación de una labor de 46 años en la ciudad. Ahora, con el acompañamiento de Ana Isabel Vásquez Colmenares, seguramente podrá abrir nuevos caminos, incluidos la rehabilitación de sus instalaciones y el equipamiento.
Ahora bien, si es verdad que la Casa ha salvado en otros años su funcionamiento por el trabajo y la inspiración de ciertas personas, también lo es que ninguna buena voluntad es para siempre.
Por ello, es correcto que la institución se ubique al centro de las prioridades y funcionar como eje de una estrategia de primer contacto, de iniciación y apreciación artística, que mucha falta le hace a la ciudad y a toda la población del estado. Esta y el resto de las casas de la cultura del estado, son sitios estratégicos.
Estratégicos, sobre todo, para favorecer la expresión humana.
Expresión que si no encuentra en la cultura su conducto, ha de buscar por otras vías su desfogue.
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