eloriente.net
27 de noviembre de 2017
Por Juan Pablo Vasconcelos
“El candidato ganador, recostado en su lado tradicional de la cama, mira el techo de su cuarto, imaginando ya la gloria de su futuro: giras, rúbricas, vivas.
Se siente dentro del juego, está en la cancha.
Por ahora, no piensa en los espectadores, no importan.”
El momento más confuso en la vida de un espectador no se revela en el transcurso del juego. Tampoco en la previa. Antes y durante las hostilidades, la adrenalina es demasiada como para ponerse a dilucidar conflictos existenciales. En esos momentos, los seres humanos estamos absortos en la expectativa y, si mucho, en la memoria: repasando las veces que nuestro equipo ha ganado o perdido contra el mismo rival o recreando el gol en contra y de último minuto de la liguilla anterior, que nos ha dejado quemaduras de tercer grado a un costado del pecho.
Por regla general, antes y después del partido, el espectador se asume el director técnico más experimentado. Una suma de Menotti —cuya revolución en el balompié nacional aún es poco valorada—, Beckenbauer, Mourinho y, para los humildes, de ‘Ojitos’ Meza, aunque el resto prefiera a Pep Guardiola.
Es todos ellos pero aún mejor, porque debe agregarse su propio talento, tesoro oculto pero maravilloso, secreto guardado desde niño, cuyo florecimiento esperaba justo el partido por venir, revelándose con madurez y templanza.
Mención especial merecen los fanáticos que además de entrenadores, asumen la faceta de cronistas del partido o analistas infalibles. En ninguna arte distinta al futbol, se puede reunir a tantos millones de críticos severos, quienes al mismo tiempo atienden cada palabra y profundizan aún en el tono y las aviesas intenciones de los comentadores del juego.
Junto con el árbitro, los cronistas deben pasar por huérfanos durante 90 minutos.
Hace algunas semanas, viendo un partido con amigos, uno de ellos además de crítico se transformó en vidente. Adelantaba los cambios e incluso las impresiones sobre los mismos que tendría el público. “Escuchen eh, la afición lo adora”, decía, mientras nos callaba a los demás extendiendo los brazos.
Además, en alguna oportunidad, con cierto sigilo se arrimó al televisor y fui testigo de cómo le susurró algo al oído al verdadero director técnico de su equipo —por la discreción, seguro alguna táctica practicada durante la semana y que era necesario ejecutar para el segundo tiempo—. Luego, manoteaba instrucciones a los delanteros y, con los dedos índice, medio y anular, acomodó sorpresivamente una línea de tres al fondo de la defensa, para asegurar el resultado.
Sobra decir que mi amigo hizo un trabajo espléndido: 3-1 a favor concluyó el partido.
Pero justo en ese momento, al silbatazo final, inicia siempre la confusión.
Fueron 90 minutos tan intensos y días previos, aún semanas, de expectativas y entrenamientos tan arduos, que el final nos parece una vuelta a la realidad demasiado brusca. Haber pasado de estrategas a comentaristas, de árbitros a historiadores del deporte, no puede terminarse con tal rudeza. Pero se termina. Al apagar el televisor, concluyó la fantasía, el desdoble de personalidades, el florecimiento de los talentos resguardados.
Se es espectador.
Nunca fue distinto, pero lo parecía.
Antes y durante el partido, hubo destellos de realidad en todo eso. Se tenía la sensación de que se formaba parte de las determinaciones y que los cambios de humor experimentados influían en los desbordes de los extremos o en la furia del defensor central. Pero nada de ello ha sido verdad. Ninguno de los consejos brindados al timonel ni la presión ejercida sobre el árbitro tenía un efecto en el transcurso del partido. Todo estuvo siempre solamente en la mente del espectador y en la parafernalia construida por su imaginario. Cómo él, había decenas de millones sintiéndose parte pero no eran.
De allí que la confusión, esta confusión, suceda siempre al final, cuando se le devuelve al fanático seguidor a las cuatro paredes de su habitación y vuelve a ser quien ha sido siempre.
Lo mismo sucede en la política.
Solamente los jugadores en la cancha, a lo sumo 22 —aunque lo reglamentario permite hasta 7 por equipo—, son los poseedores del balón y los amos de las acciones. El resto, son público.
De hecho, hay quien dice que existe un dueño absoluto del balón, cuyo poder último reside en traspasar la propiedad del mismo cada determinado tiempo —pero eso solo pueden confirmarlo quienes han sido también dueños absolutos del balón.
Sin embargo, antes y durante las hostilidades de un proceso político, nadie podría negar que son los espectadores quienes le ponen pasión y sabor a la obra. Los fans arremeten contra los rivales en las redes sociales, producen ingeniosos mensajes, convencen a sus amigos de usar el uniforme respectivo, e incluso, de ponerse gentilicios con el apellido o el nombre de pila del candidato en turno.
Se nombran: “Guzmanistas”, “Rafaelistas”, “Leones de cepa” en caso de que sea este felino intimidante el mote del líder en cuestión.
La metamorfosis o transformación del aficionado es muy parecido al antes descrito. Nunca ha existido un Napoleón o un Kennedy más inteligente, poseedor de políticas innovadoras que han de transformar los países, los estados o ciudades según el caso. Dependiendo la división (nacional, estatal o municipal), también la garra y las muestras de apoyo se pueden volver más o menos violentas, llegando a lo llanero en algunos casos o a lo sofisticado y elitista en algunos otros.
La única diferencia notable entre ambos campos es la escala y el nivel de participación de los espectadores. Pues en lo político, los jugadores tienen a veces licencia de llamar a algunos miembros del público para ‘jugar un rato’ o para efectuar jugadas específicas. Pero nunca —esto es una regla— se presta el balón por demasiado tiempo, pues se corre el riesgo de ser sustituido.
La confusión siempre llega al final.
Otra vez, al resultado de la elección —el ungimiento de un candidato o la victoria de un partido— marca el inicio de un proceso de vuelta a la realidad del espectador quien, solitaria e inevitablemente, vuelve a ser el de siempre.
Se da cuenta de que todo ha sido un entretenimiento.
Una sofisticada obra de actores contadísimos y con protagonistas aún más reducidos. El resto, es público.
Por eso, el candidato ganador, recostado en su lado tradicional de la cama, mira el techo de su cuarto, imaginando ya la gloria de su futuro: giras, rúbricas, vivas. Se siente dentro del juego, él sí está en la cancha. Por ahora, no piensa en los espectadores, no importan.
Será el dueño del balón. Es lo único esta noche en su cabeza.