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23 de febrero de 2018

Por Vania Rizo

 

¿Estás moviéndote, madre? Sí, respondió la tierra. Entre movimientos telúricos nuestras heridas se cimbraron, el miedo nos desplazó y las plegarias se enviaron. Nuestra confusión solo se iluminaba al pensar en el ser amado.

A veces, con la mínima provocación, el cuerpo activa una memoria dolorosa. Nuestros rostros caen, la mirada se pierde y el drama se enciende. El tiempo se detiene, en eso, que es inevitable.

Resilientes en distintos grados, somos la muestra de la grandeza. Unos van con el dolor arrastrando por las calles, otros lo camuflajean, algunos lo disuelven y muchos otros lo contienen.

He observado mi dolor y el del otro. Me han dolido tantas cosas y estoy agradecida con ello. De otra manera, no me hubiera podido acercar a lo que realmente soy, a mis ideales, a lo que rechazo. A la felicidad que merezco.



Hago lecturas en las personas, hay unas que me conmueven tanto que me remiten a la sensación de la herida. En sus rostros veo el paso del tiempo, las marcas que dejaron las partidas, los problemas, la confusión acumulada de años y los inevitables duelos que acompañan a toda vida.

Me sorprende cómo somos capaces de superarnos, quizás unos más hábiles que otros, pero lo hacemos. El trabajo personal es único y sin darnos cuenta a veces, lo estamos haciendo.

El dolor tiene raíz en los cambios y paradójicamente el cambio es parte sustancial de la vida. “Todo era de un modo cuando comenzó. Luego se transforma y más tarde desaparece. Así funciona el universo entero y debes rendirte ante eso.”

Tina Modotti