Sensaciones en Oaxaca

eloriente.net

9 de marzo de 2018

Por Vania Rizo

Epígrafes como: después de este día pocas cosas nos harán felices, rondaban sobre nuestro cuerpo el viernes 29 de julio de 2016.

Ese viernes una terquedad me volvía atacar y entre un remolino de decisiones que tomar, mis expectativas no pasaban de tener un encuentro aclaratorio y un café escuchando jazz. Sin embargo, para mi constante salvación llegó un mensaje de Guillermo Olguín, sin tener idea alguna de su contenido, lo abrí y resultó ser una invitación a Ocotlán, para visitar uno de sus mercados favoritos, acompañado por un galerista francés que se encontraba de visita en la ciudad. No tardé en responder y dije que sí me gustaría ir.

Me preparé y ya lista me dirigí a Candela, ahí Guillermo se encontraba con tres personas más, aparte del galerista que tenía en mente. Los saludé y entre vino, cervezas, jamón serrano en subasta por una mano, agua de jamaica, daba pequeños mirones a mi celular, hasta escuchar que iríamos a Ocotlán y los que quisieran unirse se pronunciaran.

Un instante después, cinco personas, incluyéndome, estábamos en el Jeep verde de Guillermo, nos acomodamos y partimos hacia nuestro destino. Con varias pausas por el tráfico, íbamos capeando los dioramas que ofrece el gran Oaxaca. Seguíamos, seguíamos, disfrutando de pinturillas que se repetían en paredes como la de un taller automotriz, preguntándonos el autor, continuamos.

Fuimos a cargar gasolina y Guillermo, Emanuel y Perla, se bajaron a una tienda aledaña mientras que Lolo, una francesa preciosa de pie a alma, buscó un cajero automático sin tener éxito en su uso, ya que no funcionaba.

Todos volvieron al Jeep, seguimos nuestro camino, disfrutando del viento, el sol, de los distintos aromas que ofrecen los marcos carreteros. Avanzamos hasta que Lolo se dio cuenta que el tapón que cubre el tanque de gasolina, estaba en un sitio donde no pertenece, ante eso y ante un cigarro antes consumado, todos sorprendidos, con risa nerviosa, recordamos al chico despachador de la gasolinera, que de manera evidente olvidó regresar el tapón a su lugar.

Frescos y alegres de pronto nos convertimos en personajes de Jurassic Park, empezamos a ver burritos, ganado en camionetas, mototaxis en las orillas de nuestro andar. Pronto una desviación hasta llegar al inusitado baratillo de Ocotlán, donde por supuesto, mis pupilas se iluminaron al ver semejante diversidad; fauna, utilería y montón de cosillas.

Bajamos del vehículo, yo tan emocionada por tratar de capturar algo de ese lugar multitono, me preparé con mi cámara, mis ojos curiosos y seguí, seguimos, exploradores de nuestra fortuna. No hay duda que todos los que ahí estábamos, franceses o mexicanos, en esos instantes sentidos, nos despojábamos precisamente de toda nacionalidad o etiqueta, para dedicarnos a la plenitud, asombrados, risueños del momento.

Perla, Emanuel, Lolo, Guillermo y yo, empezamos a observar a través de dispositivos para capturar, todo aquello que estaba entre pequeños establos. Así fue como empezamos de curiosos, cada uno en distinta dirección al mirar, hasta encontrarnos en un monumento cuadrúpedo, que en tamaño y en (huevos), nos superaba. Asombrados de tal magnitud, Guillermo preguntó por él, cuál era su edad era una pregunta, a lo que el vendedor respondió: 35, haciéndonos pensar que esa era su edad pero… ¡no! ese era el precio, así que Emanuel y yo respondimos con risas (fue ahí que supe que él era de los míos, de esa gente que ríe mucho, sin complicación y qué delicia).

 

Luego de explorar un rato el paraíso vacuno, nos dirigimos a las mesas del buen comer, donde vendían; barbacoa, tasajo, cebollas para asar, chiles, chorizo, nieves, mezcal, cervezas y un sinfín de rica comida disponible para un festín honorable. Guillermo dijo que la mejor carne se conseguía ahí (que al instante de probarla fui creyente de su aseveración). Ya dispuestos y con apetito, Perla, Guillermo y yo, nos sentamos en las mesas de madera obscura pero faltaban los franceses, entonces yo me ofrecí a buscarlos e indicarles donde nos encontrábamos comiendo.

Los busqué y me encontré con que todavía estaban capturando fascinación, como Emanuel que estaba entre el ataque de risa y el encanto, por un señor que vendía pomadas para aliviar los males del mundo, pero más que eso, era la forma peculiar en que ofertaba su producto, como un tipo canto-discurso, con tono chistosón, contundente, que si la descripción puede sonarles barroca, el don, vendedor de la pomada, lo era más, se aventaba un comercial de altura, ganándose la apreciación del francés que lo grabó enseguida.

Ya con Lolo y Emanuel me incorporé al manjar, degustando unas deliciosas tortillas con barbacoa, utilizando como cubiertos mis pequeñas manos. Todos ensimismados en el banquete oaxaqueño, callados por minutos por el respeto a tan rica comida, de pronto empezó el desfile de mezcal y con ello más humor y goce.

La voz conocida de Guillermo dijo que faltaba música, que usualmente hay un par de músicos para que la experiencia de tomar y comer como dioses se exaltara. Preguntamos por la música y más tarde se aparecieron dos, con guitarra y acordeón, tocaron y nuestros corazones empezaron a entonarse. Así, con música ranchera, mezcal y cigarros, Emanuel proclamó que vinieran todos los músicos existentes en el lugar, queríamos cantar un himno a nirvana (el fresco viento de la sabiduría). Seguimos dichosos, haciendo ecos a actos graciosos como el que hizo el señor de la barbacoa al querer comprarnos unas nieves (chiste local que se queda y entiende sólo en los participantes de esta aventura). Acto seguido, algunos con nieve en mano, incluyéndome, prestábamos atención a la letra de las canciones, ese experimento curioso de escuchar música de corazones rotos, que ayuda precisamente al famoso mal de amores y que al cantarse cualquiera se convierte en el interprete más dedicado y exitoso.

El dúo se tuvo que despedir para que llegara otro en su lugar, “Corazón Norteño” se hacían llamar, y con ellos seguimos, perdiendo por momentos la cuenta de canciones, generando una vibración única, un vendedor de bocinas para memorias usb, el de los dvds piratas, y un señor con voz imitadora de un gran vozarrón, se acercaron a nuestra mesa.

El de las bocinas cumplió su propósito y le vendió una a Guillermo, el chico de los dvds piratas hizo todo un espectáculo, al parecer estaba borracho, realizó acrobacias y Perla exclamaba: Ya ni yo puedo hacer eso. Nos arrancó carcajadas, sí, pero creo que de grabarle un video no pasó y se fue. En cambio el señor imitador de un gran vozarrón, se quedó con nosotros hasta convertirse en un compañero de viaje.

El señor Pedro Morales (si es que la memoria no nos falla) nos presentó a su perra “Chicharita” que lo acompañaba, dijo que era una cruza de coyote con perro, ¡guau!, luego de presentarla seguimos cantando y tomando mezcal, ya sea de la botella que él traía o de la que ofertaban en el lugar. Los músicos seguían, haciéndose nuestros, inclusive Guillermo decidió invitarles unas cervezas hasta el final del concierto ranchero.

En un intento por regresar a Oaxaca, Pedro Morales nos invitó a su rancho y a una marisquería lugareña, donde dijo estaba la verdadera música. Y sin pensarlo tanto, lo hicimos pasar a la Jeep junto a su perra Chicharita. Llegamos a la marisquería, no había un solo cliente, tenían una rocola, baños de terror, y un menú de piñas rellenas colgado en la pared que se repetía doble vez.

Empezaron a seleccionar la música, a pedir cervezas y a servirse más mezcal, yo pedí una Coca-Cola, que después se convirtió en Coca con mezcal. Unos empezaron a bailar, mientras que en la barra de la marisquería los empleados tenían una cara entre de flojera y fastidió, como de tener que atender a unos turistas enfiestados más. Ambientándonos, siguiendo con canciones con temática de “ay, mi amor” o de “tratar de olvidar”, hubo un twist y Perla empezó a poner música más movida, y así poco a poco se iban levantando de la mesa para bailar. Guillermo se paró instantes después a ayudar a la selección de música pero no le entendía a la rocola, por ello pidieron ayuda al personal.

Después el ambiente fue creciendo, yo me paré de igual forma a bailar, todos bailando, Emanuel y yo vivos, tan vivos de risa, Guillermo bailando con Perla, el viejecito que nos llevó a la marisquería bailando tan de cerca con Lolo la francesa, luego intercambiando parejas. Don Pedro, diciéndome que es técnico de baile mientras bailaba con él, y el factor sorpresa; de repente todos los empleados bailando a un costado de la rocola, TODOS bailadores de la vida, contentos.



¡Aquello era una fiesta!
Pero como toda fiesta, llegó el fin y pensamos en seguirle en el rancho de Pedro, o al menos darle un ray, ya que él se encontraba un poco indispuesto con la camisa desabotonada y amarrada como quinceañera con vientre plano.

El señor nos guió a su casa, entramos como en un pueblito, la carretera se sentía fresca, exquisita, nos acercamos a su domicilio, en el cual se podía apreciar un espacio para jugar básquet. Llegamos y nos despedimos de Pedro. Y entre no querer bajarse, nos seguía invitando a su casa pero nosotros teníamos que volver a Oaxaca, sobre todo Guillermo que tenía que estar presente en una inauguración donde se presentaría su obra en conjunto con otros maestros de la pintura y la fotografía.

Ya tarde, agarramos carretera rumbo al centro de Oaxaca, metiéndole velocidad, nos encontramos con una carretera sumergida en un paisaje esplendoroso con tonos atardecer, música que salía de la bocinas adquiridas, aquello era un ritual de transmutación, donde todo se sentía fresco, liberador, agradable, lleno de sentido.

El jeep era una fiesta, ese vehículo llevaba felicidad, tanto que al llegar a la ciudad, atorados en el tráfico, la gente lanzaba de esas miradas de no comprensión, aunque otros, sí aplaudían por vernos divertidos.

Finalmente llegamos al evento, la galería estaba llena de invitados y más mezcal. Miramos algunos cuadros de Toledo, Rufino Tamayo, etcétera. Cada uno de los viajeros estábamos esparcidos en el miramiento de las obras, hasta volvernos a encontrar. Luego Perla fue la primera en marcharse, después Lolo y yo, me quedé acompañada de Chalo, un conocido de ese día.

Más tarde, Guillermo nos invitó a cenar a Casa Oaxaca, ahí se unieron otras almas, la cena fue agradable, seguida de buen humor hasta terminar con notas de vino mexicano y cócteles en la memoria de nuestras bocas. Terminando la cena, de vuelta al Jeep, esta vez con otros actores, encaminados a más fiesta, con promesa de escuchar sonidos africanos, partimos a la calle de Pino Suárez.

Pero antes, Guillermo compró azucenas a una señora desesperada por vender todo lo que le quedaba y bien, ya con flores en mano, llegamos a la fiesta africana. Con poca gente en la fiesta, nuestros rostros se empezaron a doblegar pero me instalé en el conocido domicilio, pedí un vaso con agua, fumé, saludé a caras conocidas, hasta que poco a poco nos fuimos diluyendo más y separando.

Finalmente decidí irme a casa, con la promesa de que al día siguiente entrenaría temprano, hubo mensajes preguntando si regresaría a la fiesta, sí, pero para mí ya era suficiente. Estaba feliz, con el cansancio indicado para dormir y con la emoción de poder bajar las capturas que realicé con mi cámara y mi corazón ese día.

Es así, como me quedo con la sagrada memoria de un viaje que me hizo sentir: plena, querida, conectada. Compartiendo con personas afines, muy contenta con lo experimentado, a sabiendas que no fui la única que quedó agradecida con tan grato día.

El 29 de julio de 2016, son de esos días en el que te recuerdas el propósito de la vida. Qué rico ser compartido con la experiencia de estar vivo.

VANIA RIZO 9 DE MARZO

Foto de archivo personal de Vania Rizo