Vivian Gornick

Por N22

Como en La mujer singular y la ciudad, y Apegos feroces, Vivian Gornick vuelve al recuerdo de sus vivencias para volver a reflexionar sobre la desigualdad de clase y de género

Uno de los títulos con los que la editorial Sexto Piso inicia el año es Mirarse de frente, el tercer título de Vivian Gornick que el sello incluye en su catálogo, bajo la traducción de julia Osuna Aguilar. Luego del impacto de Apegos feroces y La mujer singular y la ciudad, la editorial nos acerca de nuevo la obra de esta autora imprescindible que descoloca, con una narrativa llena de humor y de reflexión, los roles sociales y de género en los que se supone debe encajar una mujer; sin dejar de lado, claro está, el ánimo de la época que rememora y desde la que escribe.

Aquí un adelanto de este nuevo título que pronto estará en librerías.



LO QUE SIGNIFICA PARA MÍ EL FEMINISMO

El Village Voice me encargó que fuera a investigar a «esas de la liberación de la mujer». Era noviembre de 1970. «¿De qué hablas?», le pregunté al redactor jefe. Al cabo de una semana ya era feminista conversa.

En los primeros tres días conocí a Ti-Grace Atkinson, Kate Millet y Shulamith Firestone; en los tres siguientes, a Phyllis Chesler, Ellen Willis y Alix Kates Shulman. Hablaban todas a la vez, y me empapé de hasta la última palabra que salió de sus bocas. O más bien debió de ser que las escuché a todas diciendo lo mismo, porque volví de esa semana con un único pensamiento grabado a fuego en la cabeza. Era el siguiente: la idea de que los hombres, por naturaleza, se toman en serio sus cerebros, mientras que las mujeres, por naturaleza, no, es una creencia, no una realidad; esta idea está al servicio de la cultura imperante; y nuestras vidas parten de esa base. Bastante sencillo, la verdad. Y seguramente ya lo habría dicho alguien. ¿Cómo era posible que yo no pareciera haberlo oído hasta entonces? ¿Y por qué ahora sí lo había escuchado?

Tanto en política como en el amor, sigue siendo uno de los grandes misterios de la vida: la disposición, ese momento en que los elementos se alean en la medida justa para materializarse en un cambio interior. Si eres de los que reaccionan al momento nunca puedes explicarlo del todo, sólo puedes describir lo que sientes.

Yo siempre había sabido que la vida no era apetencia y consecución. A mi manera, la de chica buena, concienzuda y enfadada, perseguía «el sentido». Era importante hacer un trabajo que importara (o sea, trabajo mental o espiritual) y querer a un hombre que fuera el compañero adecuado. Eran, yo lo sabía, requisitos siameses: entrelazados, inconcebibles el uno sin el otro. Y así y todo crecí y acabé siendo una charlatana compulsiva que no soportaba la soledad ni el tiempo necesario para estudiar. No aprendí a dominar el pensamiento estable. Leía novelas, fantaseaba con una vida importante, pensaba en chicos. Daba igual que me pasara la vida moralizando sobre la seriedad: estaba visto que podía perseguir al hombre pero no el trabajo. Eso, sin embargo, y esto que voy a decir es crucial, no lo sabía. No sabía que podía dedicarme al amor pero no podía dedicarme al trabajo. Siempre andaba pensando: «Cuando las cosas vayan bien, trabajaré». Nunca pensaba: «¿Cómo puedo seguir obsesionada con este chico o este otro aunque las cosas no vayan bien?».

Con veinticuatro años me enamoré de un pintor y me casé con él. Tenía la vida resuelta. Tenía una mesa de trabajo a la que sentarme, un compañero que me animaba, tiempo y dinero suficientes. Ahora sí que trabajaría. Nuevo error. Diez años después pasaba los días vagando por Nueva York, una «chica» divorciada de treinta y cinco años que tenía un estilo agresivo y había escrito un par de artículos. Más allá de mis bravatas, la confusión era honda, la desorientación, profunda. ¿Cómo había acabado así?, palpitaba a diario mi cabeza con aquella idea, ¿y cómo podía escapar? Preguntas para las que no tenía respuestas hasta que escuché a «esas de la liberación de la mujer». Me pareció verlo todo cristalino. Tenía edad, hastío, agotamiento y dolor de sobra. Mi incapacidad perenne para tomarme en serio como trabajadora: aquél sí que era el dilema central en la existencia de una mujer.

Igual que Arthur Koestler descubriendo el marxismo, fue como si me estallara la sesera y me salieran luces y música de la cabeza. ¡Qué júbilo sentí cuando conseguí hacer el análisis! Me despertaba con él, me pasaba el día bailando en sus brazos y me dormía sonriendo con él. Me volví impermeable: los reveses de la fortuna cotidiana no podían hacerme mella. Si me aferraba a lo que me había hecho ver el feminismo, pronto sería dueña de mí misma; en cuanto fuera dueña de mí misma, sería dueña de todo. La vida me sonreía. Tenía discernimiento, y tenía compañía. Estaba plantada en medio de mi propia vivencia, gira que te gira: y a mi alrededor veía una sala llena de mujeres, también gira que te gira.

Sin duda es un momento de alegría cuando un número bastante amplio de personas se sienten impulsadas a actuar por una explicación social de cómo han tomado forma sus vidas y se reúnen bajo un mismo techo en un mismo momento, hablando el mismo idioma, haciendo el mismo análisis, quedando una y otra vez en restaurantes, salones de lectura y pisos de Nueva York, por el mero placer de elaborar el discernimiento y repetir el análisis. Es la alegría de la política revolucionaria, y era nuestra. Ser feminista a principios de los setenta: ¡qué bendición que te toque vivir ese despertar! Ningún «te quiero» del mundo le llegaba a la altura. No había otro sitio donde estar, salvo con las demás. Todas vivimos entonces dentro del abrazo holgado del feminismo. Creí que pasaría allí el resto de mi vida.

De la mano del júbilo, surgió para mí el convencimiento, formulado en un abrir y cerrar de ojos, de que el trabajo era ya algo sin lo que no podía pasar. Me juré que querer a un hombre no volvería a ser prioritario. De hecho, quizá ambas cosas fueran incompatibles; quizá tuviera que pasar sin el amor tal y como lo había conocido hasta la fecha. Abordé la idea como si no fuera nada, la tarea más factible del mundo. Al fin y al cabo, siempre había sido una beligerante agitada, una de esas mujeres que siempre se quejan de que a los hombres les asustan «las mujeres como yo». No se me daba bien ligar, fue un alivio despedirme del tema. Si el amor entre iguales era imposible –y todo apuntaba a que así era–, ¿quién lo necesitaba? Me acurruqué con mi corazón recién encallecido. La emoción de la realidad feminista me hizo renunciar de buen grado al sentimentalismo y encontrar placer en la perseverancia. Lo único importante, me decía, era el trabajo. Tengo que enseñarme a trabajar. Si trabajo, conseguiré lo que necesito. Seré una persona en el mundo. ¿Qué importancia tendrá entonces estar renunciando al «amor»?

Resultó, sin embargo, que no, que sí que importaba. Mucho más de lo que jamás habría imaginado. Sí, ya no podía vivir con hombres bajo las antiguas condiciones. Sí, no me contentaría con menos que un apego adulto. Sí, si suponía tener que vivir sin eso, estaba preparada para vivir sin eso. Pero era imposible renunciar a la idea del amor, cuando no a la realidad. Conforme pasaron los años, me di cuenta de que el amor romántico estaba inyectado como un tinte en el sistema nervioso de mis emociones, bordado por todo el paño de mis deseos, fantasías y sentimientos; acosaba mi psique como un fantasma, era un dolor de huesos; estaba tan profundamente incrustado en la composición del espíritu que mirar directamente su influjo me hacía daño en los ojos. Sería causa de dolor y conflicto el resto de mi vida. Me encantaba mi corazón encallecido –lo había adorado todos esos años–, pero la pérdida del amor romántico seguía siendo capaz de desgarrarlo.

Siempre estuvo ahí, acechando, ese cisma interior sobre el amor, por mucho que nunca hablara de él. Y nunca lo hablaba porque no tenía necesidad de hablar. No tenía necesidad de hablar porque era soportable. Se podía soportar porque había hecho un hallazgo importante. El descubrimiento era mi ingrediente secreto, lo que hacía que mi bizcocho subiera todas las mañanas. Era lo siguiente: mientras tuviera un cuarto lleno de feministas al que llamar mi hogar, tendría compañía de serie toda la vida. No volvería a estar sola. Las feministas eran mi espada y mi escudo: mi consuelo, mi alivio, mi emoción. Si tenía a las feministas, tenía comunidad, podía vivir sin amor romántico. Y era cierto: podía.

Hasta que ocurrió lo impensable. Lentamente, hacia 1980, la solidaridad feminista empezó a deshilacharse. Conforme el mundo no había sabido cambiar lo suficiente para reflejar nuestros esfuerzos, lo que antes nos había separado a todas las mujeres volvió a reafirmarse, ahora en nosotras. La sensación de vínculo empezó a erosionarse. Cada vez más parecíamos tener cada vez menos que decirnos. Los caracteres empezaron a chocar, las conversaciones a aburrir y las ideas a repetirse. Las reuniones empezaron a ser cansinas y las fiestas menos atrayentes.

Al principio el cambio en el ambiente fue sólo una débil sospecha (¡con lo sólida que parecía la camaradería feminista!), pero poco a poco se convirtió en una desdichada convicción y, más adelante, en una realidad innegable. Un buen día me desperté y comprendí que la emoción, el anhelo y la expectativa de comunidad habían desaparecido. Como con el amor romántico, la discrepancia entre deseo y realidad se hizo tan grande que resultó insalvable.

Caí en una dolorosa depresión. La soledad existencial me reconcomió el corazón, mi corazón lleno de bonitos callos. Se apoderó de mí el miedo a la soledad de por vida.

Trabaja, me decía, trabaja duro.

Pero es que no sé trabajar duro, me contestaba, hace poco que he aprendido a trabajar con constancia, soy incapaz de trabajar duro.

Inténtalo, me respondía, y vuelve a intentarlo. Es lo único que tienes.

El primer fogonazo de iluminación feminista volvió a mí. Años antes el feminismo me había hecho ver el valor del trabajo; ahora estaba haciéndomelo ver de nuevo con otros ojos. Empezó a celebrarse una segunda conversación, esa en que el saber va a más. Comprendí que tendría que encarar sola justo aquello para lo que mi política me había estado preparando todo ese tiempo. Entendí lo que las feministas visionarias llevaban doscientos años entendiendo: que el poder sobre la vida propia sólo llega a través del control estable del pensamiento propio.

Una consideración fácil de expresar, pero la tarea de una vida. Me senté a mi mesa, como si fuera la primera vez, para enseñarme a permanecer con mis pensamientos: a ordenarlos, extenderlos, ponerlos a mi servicio. No lo conseguí.

Al día siguiente volví a sentarme. Una vez más no lo conseguí.

Al cabo de tres días me arrastré hasta la mesa y una vez más volví derrotada. Al siguiente, sin embargo, la neblina de mi cabeza se despejó: resolví un problema de escritura sencillo, uno que parecía incorregible, y una piedra me rodó del pecho. Me costaba menos respirar, el aire olía dulce, el café estaba cargado y el día me llamaba.

Empezó a evaporarse en mí la retórica del fervor religioso, y la sustituí por el dolor tranquilizador del esfuerzo diario. No podía seguir repitiendo «el trabajo lo es todo» como un mantra, cuando era evidente que no lo era todo. Pero sentarme a la tarea todos los días se convirtió en un acto de iluminación. Las palabras de Chéjov hallaban su eco en mí: «Otros me hicieron esclavo pero tengo que sacarme al esclavo que llevo dentro, gota a gota». Había clavado esas palabras con chinchetas en la pared detrás de mi mesa en algún momento de principios de los setenta y llevaba más de diez años mirándolas sin verlas. Volví a leerlas entonces, a leerlas de verdad: no era el «trabajo» lo que me salvaría sino el penoso esfuerzo diario.

El esfuerzo diario se convirtió para mí en una especie de conexión. El sentimiento de conexión se fue fortaleciendo. La fuerza empezó a hacerme sentir independiente. La independencia me permitió pensar. Cuando pensaba, me sentía menos sola. Me tenía a mí de compañía. Me tenía a mí, y punto. Sentí el poder de la sabiduría renovada. De los griegos a Chéjov, y de ahí a Elizabeth Cady Stanton: todo el que se ha molestado alguna vez en indagar en la naturaleza de la soledad humana ha entendido que sólo la mente trabajadora de uno mismo quiebra la soledad del ser.

Una verdad a la que cuesta mirar a la cara. Cuesta mucho. Y por eso anhelamos el amor, y la comunidad, dos aspiraciones encomiables en la vida, pero no como anhelos. Anhelar es letal. Anhelar te vuelve sentimental. El sentimentalismo te hace caer en el romanticismo. Para mí la belleza del feminismo estaba en haberme hecho valorar la cruda verdad por encima del romance. Y era la cruda verdad lo que yo seguía persiguiendo.

Todo lo que acabo de escribir lo he perdido de vista en incontables ocasiones. La angustia, el aburrimiento, la depresión me abruman, me emborronan la cabeza, «me olvido». La esclavitud del alma es una especie de amnesia: no puedes aferrarte a lo que sabes; si no puedes aferrarte a lo que sabes, no puedes asimilar tus propias vivencias; si no asimilas las vivencias, no hay cambio. Sin cambio, la conexión con una misma perece. Y como eso es insoportable, la vida es una infinitud de «recordar» lo que ya sé.

¿Dónde me deja todo eso? En un forcejeo perpetuo. He soportado la pérdida de tres romances de salvación: la idea de amor, la idea de comunidad, la idea de trabajo. Con cada pérdida me he encontrado volviendo a esos momentos reveladores de noviembre de 1970. El feminismo de los primeros tiempos sigue siendo para mí el fogonazo vital de discernimiento que me despeja la mente. Me rescata de la autocompasión, me brinda el regalo incomparable de querer ver las cosas como son.

Sigo forcejeando con el amor: forcejeo para poder querer a la vez a mi corazón con callos y a otro ser humano. Y forcejeo también con el trabajo. El esfuerzo diario sigue siendo extenuante. Pero al hacer el esfuerzo, estoy resistiendo al romance. Cuando resisto al romance –cuando miro sin parpadear toda la cruda verdad que puedo asimilar–, tengo más de mí. El feminismo vive en mí.