La Pirata del Oriente, por Eva Bodenstedt

La Complejidad y sencillez de las diferencias

Antes de desconectarme de la abismal cascada de pensamientos que prácticamente casi me ahogan en su complejo caudal, concluí que el origen del grave problema que venimos arrastrando desde tiempo atrás, está en el hecho de dar por sentado que el hablar el mismo idioma, significa que el lenguaje de unos y otros es igual, cuando en el fondo es, fue, y quizá sea para siempre, profunda e irremediablemente diferente.

Después de poner punto final, Sybila despegó la punta de la pluma fuente de su diario, la cerró y apagó la luz concluyendo que ambas se cobijaban en la oscuridad. Su mirada recorrió en penumbras la sábana que cubría sus piernas desnudas, después, saltó con la facilidad de la mirada, la frontera del adentro y del afuera de la Suite del hotel en donde se alojaba para llegar igualmente sin dificultad, hasta el barandal de la terraza y más allá a donde en un par de cuartos de hora, en cuanto el amanecer se hiciera presente, surgiría la naciente línea del horizonte del mar.

Si hablara, nadie la escucharía, su voz sería silencio. Y por el momento, tampoco nadie la vería, ni ella a sí misma, -pensó-, ello a pesar de que existo, -se dijo-, y he ahí el meollo del asunto, y quizá, el alma del misterio. Uno existe, pero lo que a uno lo conforma, quizá para el otro es inexistente.

En su mente brotan como germinados en tiempos de lluvias, los ejemplos de la obvia diferencia que “bate sus alas” dentro de la multiculturalidad de la nación mexicana.

Ha pasado la Semana Santa en la que su mejor amiga la visitó en la costa con su hija Elena, cuyo nombre, a pesar de ser mexicana, viene de los Helenos. “Se podría decir que es el origen de la cultura occidental”, comenta Pilar, hija de mexicanos con origen español que estudió hasta 5to de Primaria en el colegio alemán de la Ciudad de México junto con Sybila, ésta sí de origen alemán. Ya aquí hay indicios de entretejimientos culturales. Ambas, como sus hijas, a pesar de tener rasgos europeos, son tan mexicanas como “el chile”.

No sólo los nombres de los mexicanos llegaron de otros países y civilizaciones en su tiempo, sino que con la misma migración de diversas nacionalidades, -el instinto inicial y u original del ser humano-, se instalaron en nuestra compleja sociedad las fichas de cada una de esas culturas, creencias, usos y costumbres, etc., mismas que en esta Semana Santa aparecieron para dejar en claro que hay comprensiones sobre un mismo hecho, completamente opuestas.



Cerca de las doce del día del domingo 4 llegaron al restaurante de Doña Carina en Agua Blanca, Pilar, Elena, Sybila, su hija Katja y su abuela, una señora alemana que lleva viviendo en México 60 años. Altísimas palmeras permitían que bajo su sombra hubiera varias mesas y hamacas en donde escogieron a donde instalarse, aún no había llegado nadie más. Del otro lado de la hilera de palmeras, chichos y chicas jugaban con un balón, eran quizá de la misma comunidad o de Puerto Escondido. Cerca de las cuatro de la tarde, después de comer, mientras las tres adultas, acostadas en sus respectivas hamacas, leían un libro, un coche se estacionó, y una vez que el grupo de personas recién llegadas se instaló (eran una familia con hijxs de varias edades), abrieron la cajuela del coche, pusieron una bocina en ella y encendieron una música a todo volumen. Sybila, la más cercana a ellos, brincó de la hamaca impactada por el sonido, se volvió a verlos y sin más les pidió amable, pero con determinación, que bajaran por favor el volumen de la música, ¡por lo menos!, -pensó-, y si no, que la apagaran, “porque, ¿con qué derecho llegan a imponernos su música cuando sin ella se escuchan la solas del mar, la brisa acariciando las melenas de las palmas, la tranquilidad?”. Elena, de once, que estaba jugando en la arena, asombrada, levantó también la vista, así como Katja de 13 y Pilar como Sybila ya de 50. Las expresiones de asombro existían francas y genuinas en cada uno de los rostros de los integrantes de ambos grupos. Un tercero, también de mexicanos menos mestizos con europeos que el grupo de Sybila, hizo caso omiso de la música, aunque sí volvieron sus rostros a ver la llegada de un nuevo grupo.

El volumen descendió un mínimo de mala gana, pues la cabeza de los recién llegados mirada con una expresión reclamadora, a Sybila, así como también las hijas y la pareja del señor. Y así, en principio, todos los que ahí habían estado antes sin música, la tuvieron que escuchar, o bien, tener la capacidad de ignorarla, o integrarla sin más al contexto auditivo de ese espacio. Pasaron varias canciones hasta que a partir de un cambio de grupo, Elena y Katja se miraron abriendo los ojos como platos mientras sonreían con complicidad cuando las letras de las canciones eran sin pena ni gloria sexuales y con un contenido de groserías impactante, que si se atrevía a decirlas una de ellas, podía correr el riesgo de recibir una reverenda cachetada. Sybila cerró su libro, (“La mujer justa” de Sándor Márai), se levantó de la hamaca, Pilar la siguió y comenzaron a recoger las cosas para irse. Al ir a la hamaca donde la abuela de Katja leía un libro reciente -que habían hecho sobre su vida como la primera fotógrafa mujer en el periodismo mexicano-, a preguntarle si ya se quería ir por “el escándalo” de los recién llegados, la respuesta fue que no le molestaba, que era normal y parte del folclor mexicano.

A pesar de que todos hablan la misma “lengua”, “las notas, los ritmos, las leyes y reglas” del comportamiento de unos y otros se plasmaba opuestamente diferente, dejando así emerger la complejidad de cada quien dentro de actos que quizá, por sentido común, son sumamente sencillos de comprender, pero he ahí la diferencia, la complejidad de las diferencias. Si el caso se llevara a juicio, ¿quién lo ganaría? Sybila y Pilar podrían señalar que el imponer una música a todos es una falta de respeto al otro aunque lo auditivo no sea tangible, tanto como lo sería el invadir una frontera terrenal. Katja y Elena podrían señalar que el contenido de las canciones, a su edad, es una sutil invitación a “perrear”, a mover sus traseros como avestruces para que el macho les hienda a su corta edad, el “mástil de su bandera”, quitándoles así su virginidad. Los recién llegados, por su parte, pueden justificar su acto como algo completamente normal, invitándolas inclusive a abrir ellas mismas la cajuela y las puertas de su coche para poner, a todo volumen, ¡por qué no, las Valquirias de Wagner! La mesera les explicaría a Sybila y a Pilar, que hay días en que son tres las bocinas que están sonando en ese mismo lugar, mientras las urracas negras pían también a todo volumen, para pasar y despedir el día.



¿Será esta disposición a “respetar” los deseos de cada grupo por más diferentes que éstos sean, el origen de la capacidad de los mexicanos de recibir en su patria los usos y costumbres de tantas otras patrias ajenas a la propia sin problema alguno, -aparente-?

Sin darle ya mayor importancia a la imposición después de que la señora Christa no estaba dispuesta a partir, se juntaron a platicar, casi gritando, lo que aún querían contarse antes de sí, terminar abordando antes de lo pensado y deseado, las naves para regresar a casa, a donde Sybila, dentro de la ya cotidianidad embestida por “las sanas distancias”, le permitió observar las actitudes de unos y otros, y sin ir más lejos, comprender y advertir que cuando no hay la disposición de escuchar al otro, no hay posibilidad de que exista un verdadero respeto a las diferencias, porque ese respeto nace cuando el uno es capaz de ponerse en los zapatos del otro, y a partir de ello, alcanzar un justo equilibrio, una mujer justa, un hombre justo, niñxs tomados en cuenta, con justicia, -creyó.

No hay necesidad de que las diferencias nazcan por provenir de naciones y culturas distantes, las diferencias existen en todos y el 50-50es primordial para convivir en paz; si no se da dentro de una misma relación el “fifty-fifty”, ésta terminará yéndose a pique, y si no se va en conjunto, uno de los “dos” integrantes vivirá sin equidad, quizá quejándose en alto o en silencio de que da más que el otro, teniendo como consecuencia la iniquidad, equivalente a injusticia. ¿Cómo entonces, sino a partir de hacer concesiones, podremos evitar llegar a malinterpretaciones cuando hablando la misma lengua, nuestra palabra es diferente?