La Pirata del Oriente

Por Eva Bodenstedt

Hace ya más de tres décadas, México vivió una etapa llamada Solidaridad como Programa Social de Gobierno. Yo formé parte de ella como reportera y fotógrafa y recorrí el país como la palma de mi mano a lo largo de 8 años. Entre los estados que cubría estaba Oaxaca. En ese tiempo tenía yo una columna que se llamaba Andanzas en el Diario El Financiero, en donde escribí el original de este texto que compartiré enseguida. En 1999, una editorial española, nos invitó a los entonces jóvenes escritores de lengua hispana -que no fuéramos españoles-, a mandar un cuento. Esta historia de esta niña cuyo destino conocerán, fue convertida en cuento y fue elegida y publicada.

Ante las elecciones de este fin de semana creo que La Pirata del Oriente se lo auto-fusila para compartirlo de nuevo:

La niña de los ojos vendados

—Del análisis de las cosas  al linchamiento, estamos sencillamente a un paso… —leyó en el periódico, por primera vez en voz alta, el padre de la niña.

—Cuéntame, papá, por favor, si el día de ayer fue diferente —le pidió, también por primera vez, la niña a su padre.

Llevaba los ojos vendados, así lo decidió un día en que, siendo aún más niña, no quiso volver a verlo rondar por el patio de la casa escupiendo en la tierra agrietada las historias de un país que –gritaba su padre- era imperdonablemente ultrajado.

Ante todo, ella había tomado la decisión de escapar, porque él, su padre, hacía muy poco por cambiar el rumbo de esa tragedia, que era la suya propia, y que más que otra cosa, se parecía tanto al destino.

Vivían  en el pedazo de terreno que le otorgó el Gobierno del General Lázaro Cárdenas a la primera generación de la familia. Era igual de grande y de viejo que todos los demás solares del pueblo, igual de seco y de incultivable. Un cerco de nopales y un muro chaparro de adobe marcaban la frontera con el vecino. Cada año, en la temporada de lluvias, si es que acaso algunas gotas caían por casualidad en este lugar olvidado hasta por los dioses, el adobe se ponía de un color oro tan vivo, que la niña lo recogía maravillada con la palma de sus manos, como si los ladrillos de tierra fueran a habitarla con la riqueza con la que soñaba su madre cuando aún vivía. Pero así como  los había abandonado el agua del cielo, la había abandonado su madre, quien se fue consumiendo poco a poco, engullida lentamente por el hambre de la enfermedad y el abandono de la clínica. Tampoco el médico había vuelto al maldito pueblo después de haber cumplido con su servicio social, y al Gobierno se le había olvidado mandar a otro. Se acordaban del pueblo entero, de su gente y su desgracia, cada vez que querían juntar votos, aunque fueran los de los analfabetos. Entonces aparecían primero los pintores, que de la noche a la mañana, cubrían de blanco todos los muros de la comunidad, luego llegaban los pancartistas, que pegaban con engrudo, sobre lo pintado, las caras y los nombres de los nuevos salvadores. Más tarde aparecían, dando tumbos por los caminos que semejaban cauces de río abandonado, las camionetas del Gobierno. Iban llenas de cochinos y chivos, de injertos de plantas comestibles, de máquinas para cocer vestidos que a nadie le quedaban, y de medios y recetas para organizar a la gente en comités de bienestar social. Durante meses, las mujeres del pueblo se declaraban solidarias unas con otras, ignoraban los rencores heredados, las infidelidades de sus maridos, y transformaban sus vidas para sostener lo que el Gobierno les había mandado como progreso. Hasta los hombres se reunían los domingos para rehacer las calles mientras el calor les exprimía la noche del sábado; más de uno intentaba atrapar con la lengua reseca el sudor agrio del aguardiente que les corría por el rostro descompuesto, pero lo hacía agradecidos porque durante la gerencia de ese Presidente de la Solidaridad, les había llegado lo prometido desde siempre: la luz eléctrica, el drenaje y el agua potable. Pero, al terminar su mandato, se supo que más que ninguno otro, como todos sus antecesores, él había robado y prácticamente regalado a sus compadres los bienes que la nación había creado a lo largo de siglos,  -como la telefonía que fue introducida en México en 1878[1]-; también había cambiado las leyes para que por ejemplo los ejidos pudiesen ser vendidos, y además pasaba a la historia (reciente en ese entonces)  como el “chupacabras” de la antología popular.

Pero su madre ya no vivía para contarlo, ni siquiera había podido acudir a la ofrenda de los cerdos y los chivos para los representantes de la nación, porque las mujeres, hartas de convivir bajo las reglas de la Secretaría de Desarrollo Social del Pueblo de México, había sacrificado su único patrimonio para satisfacer las barrigas de los funcionarios que las habían visitado con el único fin de justificar su sueldo para inaugurar las obras públicas. ¿No era su deber?, ¡realizarlas, claro, no festejarlas…!

Desde entonces, y cada año más fuerte debido a que no hallaba la forma de escapar de la voz de su padre, la niña se apretaba las vendas blancas alrededor de la cabeza y se acurrucaba en la mecedora que había pertenecido a la abuela. Así lograba ver sólo la profunda oscuridad de su consciencia e ignorar las horas que pasaban por el tiempo sin remedio.



Pero aun así, seguía sufriendo a su padre  cuando pasaba de largo murmurando procesos irresolutos y sucesos insólitos en que los Presidentes –repetía una y otra vez-, hacían promesas y luego le robaban todo a la gente, todo menos la fe, la esperanza, y una indeleble y estúpida capacidad de olvido, perdonando incondicionalmente a los de arriba. Lo gritaba enojado, pero en sus actos parecía no sufrirlo. Por ello, la situación se tornaba intolerable para la niña, que dentro de su ceguera, buscaba la luz para su propio futuro. Y no sería su padre, a quien amaba sobre todas las cosas y sufrimientos existentes, quien se lo proporcionaría. En lugar de festejarlo luchando contra la pasividad y la injusticia, lo escuchaba persiguiendo a las gallinas por el patio, como a un imbécil; lo veía sin verlo rasgar con la cubeta de metal la piedra del tanque seco y vacío; lo intuía, cada vez que estaba ebrio, encerrado en el establo con los burros; lo odiaba cuando pateaba la panza de los miserables perros, que aullando de dolor y tristeza, escondían sus  rabos entre las patas buscando refugio entre las piernas de la niña, entonces abandonaba la mecedora en el patio y se iba a la alcoba de su hermana Clara. Pero Clara era igual o peor que su padre. Cuando no estaba revolviendo los cajones repletos de cosas innecesarias hasta para el recuerdo para encontrar algo de valor y empeñarlo para pagar la cuenta atrasada de la luz y el agua –que hacía tiempo que les habían cortado por no tener cómo solventar el costo del servicio-, la encontraba esperando, con la paciencia de los idiotas y de los enamorados, a un hombre que le había hablado de un futuro diferente. Lo hacía con una sonrisa eterna en la cara y el cuerpo volcado sobre el barandal de flores del balcón. Eran flores de plástico.

Desde que dejó de llover, al pueblo empezaron a llegar los vendedores de plástico. Todo lo ofrecían de plástico, hasta las frutas, que nunca habían existido  en ese trozo enorme de desierto y abandono, estaban  ahora en los platones de los comedores en las casas. También el Campo Santo estaba repleto de flores de plástico, cientos de flores de plástico envueltas en bolsas transparentes cubiertas de polvo colgaban del cuello de las cruces para apaciguar el cansancio de los muertos.

Los domingos de mercado, su hermana Clara se vestía de blanco y se trenzaba el cabello con aceite de aguacate. Por la calle, con la esperanza de encontrar al rostro amado en medio de aquella caravana  de siluetas arrugadas por el sol y el cansancio, veía pasar a los comerciantes con sus lonas de colores bajo el brazo y sus guacales llenos de mercancías. Durante todo el día el pueblo chillaba colores. Desde muy temprano, con escobas hechas de varas de árbol, las sombras  de los jubilados barrían por un par de monedas el polvo y la basura vieja de la plaza, para que en ella, en un abrir y cerrar de ojos, los marchantes levantaran un laberinto de caprichos y ocurrencias donde las voces se repetían todo el día cantando en sus lenguas los nombres de las semillas y los frutos de la tierra, los de los animales en kilos y gramos, los precios y rebajas. Y el pueblo entero se entregaba fascinado a un laberinto de satisfacciones y deseos.

Su madre siempre había vuelto del mercado ataviada con chacharas, hierbas mágicas,  trozos de tela para remendar las prendas de vestir. Pero su madre estaba muerta, y a ella, que no salía más de su casa desde que se vendó la mirada, sólo le quedaba preguntarle a Clara si el hombre a quien esperaba le había prometido volver, si él le había asegurado que regresaría con todo aquello que un día –dijo-, iba a darle. Y Clara no decía nada. La niña de las vendas sobre los ojos se tenía que conformar con la respuesta de su hermana: como loca se arrancaba los cabellos arriba de la frente y las uñas de las manos con los dientes. “Lo hace sencillamente porque creyó, porque ama, porque está dispuesta, como todos nosotros”, se decía la niña en su eterno diálogo con lo que había decidido dejar de ver, y sin embargo, seguía irremediablemente viendo.

Ella seguía siendo niña solamente porque no miraba el deterioro que mostraban los rostros de los candidatos de un solo partido para el pueblo, en las pancartas, el municipio y el país. No veía la pálida bandera de la nación a media asta porque todos decidieron echarle la culpa a la nación por la sequía de la que eran víctimas. ¿Y todo lo demás?, se preguntaba sin saber quién le daría la respuesta.

También había dejado de ver las escuálidas mazorcas que acarreaba la carreta cada nunca rumbo a la troje, ni a las telarañas adueñándose del techo y las esquinas de la casa. Seguía siendo niña porque en la mecedora no pasaba el tiempo y en su balancearse le hablaba al aire del pasado; porque no veía mas el tremendo desierto en las manos y en alma de su gente; porque sólo sentía los amaneceres húmedos y las lunas llenas que marcaban el tiempo de su pueblo.

Con el rocío del amanecer en las manos, se llevaba a los labios en  silencio la humedad.

Nada cambiaba. Era como si nadie tuviese memoria. Ni la casa, ni la tierra, ni la soledad, ni su hermana, ni su padre leyendo en los diarios esa misma historia que se repetía cada vez que un nuevo mandatario se sentaba en la silla del poder, allá, en una ciudad que se llamaba como el país, y la cual nunca iba a conocer. Y antes de tomar la determinación de ser sorda además de ciega, sucedió algo.

Durante una noche que el sol eclipsó la luna, la niña de los ojos vendados se desnudó la mirada para descubrir que su padre y Clara, cada uno recogido en su habitación, lloraban apenados y escondidos. Él lo hacía al terminar de leer la última página del diario que repetía la historia, Clara lo hacía después de esperar en vano, una media noche más, a ese hombre que llevaba adentro, fuera imaginario o real.

Nadie, absolutamente nadie debía verlos o escucharlos, se dijo la niña. Su pena y su autoengaño son tolerables siempre y cuando nadie comparta con ellos su existencia. ¡Nadie puede ser cómplice de la suave y tímida aceptación de la traición!

Es como un secreto que, al descubrirlo, desaparece, se dijo la niña sin convencerse de esa forma de vivir, pensando seriamente que tal vez su hermana y su padre esperaban a un mismo hombre, uno que no fuera repartiendo por los pueblos promesas de antemano incumplidas. La espera iba a ser en vano.

Decidida a dar fin a todos los años de espejos, la niña le pidió a su padre que le contara, por favor, si el día de ayer había sido diferente.



Él tomo la decisión un atardecer. De la parcela, donde había dejado el machete enterrado en la desesperanza que parían los surcos, había tomado rumbo a la cantina, donde se encontró con la noticia             que le iba a amargar para siempre la boca del alma. El pueblo entero –no donde él vivía con Clara, con su hija de los ojos vendados y el ánima de su mujer asesinada como tantas almas por la injusticia y el olvido-, sino el de toda la República, es decir noventa (ya ahora 120) millones de esqueletos parlantes, exigía la cabeza del hombre -del mismo que había sido Presidente y en el que él, todo él, había depositado su silenciosa fe-, para que pagara por la desgracia que cobijaba a la nación.

Con el diario y las voces mudas del pueblo, con la eterna derrota enrollada bajo el brazo sudado, arrastró sus pies hasta la entrada de la casa. Cada paso le costaba un enorme trabajo, cada respiro el instinto de la sobrevivencia. Cada minuto una eterna lucha, como absurda. Al sentirlo, su hija, dejando de mecerse, volvió a hablarle, a exigirle una respuesta desde su clara, intolerable oscuridad.

Inconsolable, le contó a su hija que él había depositado su esperanza en un hombre, y luego en otro; que había sembrado cada temporada en la parcela, lloviera o no lloviera, pero que había agitado como nunca antes la bandera de la nación  y de su alma cuando aquel Presidente vino a saludarlos un minuto, y el municipio decidió , como hechizado, quitar de la iglesia el polvo de los años y la basura de la plaza, aunque no fuera día de plaza.

– Por primera vez tuvimos luz, agua potable y drenaje, gritó el hombre, y le dijo a la niña de los ojos vendados  que ese ser a quien ahora todos querían juzgar significaba para él la luz, su luz eléctrica, su televisión, aunque no pudiera encenderla porque se la habían cortado; su agua, el agua que no fluía porque no la había pagado; su drenaje, aunque no tuviera qué cagar porque ya no tenía qué cosechar; su ser menos olvidado… Que ese hombre era como su madre, la mujer que dio a luz al último intento de Dios.

–        Le dijo –además-, que a pesar de las malas lenguas, no iba a creer en la traición, porque él no se sentía más traicionado que por aquellos por los que también votó y nunca, nunca llegó a ver en persona, ni siquiera en las obras que prometieron. Le dijo que de todas formas el hambre se iba a pasear de su mano por el frente de la casa, día tras día, juzgaran a quien juzgaran, que ellos eran siempre perdedores. Finalmente, le pidió a su hija que se callara, y ella, desentendida, le confesó que lo había descubierto, que lo había visto llorar, que por favor dejara de hacerlo, que siempre pasaba lo mismo y el mundo seguía siendo inmune a sus lamentos, a su lánguida existencia.

El padre de la niña se volvió a verla balanceándose dolida y sufriendo en la mecedora de su abuela. Ella no lo vio desaparecer en su habitación; cuando volvió, traía en su mano una vieja escopeta que vació en el pecho de su hija mientras decía una y otra vez:

-Hija mía, no sé lo que sucedió ni cómo fue el día de ayer. Lo he olvidado. Si tú quieres acordarte, si tú sabes lo que significa recordar, no me pidas a mí que te lo cuente, no me pidas la memoria, si lo haces, te mato, ¿me entiendes?, te mato.

Y la niña no volvió a escuchar nada, ni siquiera el tono en los colores del recuerdo.


[1] El 16 de septiembre de ese año se instaló la primera línea entre el castillo de Chapultepec y Tlalpan.