La pirata del Oriente

Por Eva Bodenstedt

¿Aburrirse?

El color del atardecer se vierte sobre el mar como si se cayera un frasco de tinta anaranjada sobre un lienzo de playa y de espejo en movimiento.

Observo las lanchas de los pescadores navegar como partes del cuadro; son ellos y su embarcación recogiendo sus redes y aventándolas de nuevo exactas, bellas siluetas. Una lancha se enfila hacia el “precipicio” —¿sabes hasta cuando dejaron de creer que detrás del horizonte había uno? ¿Y sabes qué le sucedió a Galileo por atreverse a decir que no, que no había ahí un precipicio sino que la tierra era redonda?.

Mirando todo ello y al mismo tiempo a mi alrededor, me deparen varias reflexiones que hoy comparto con ustedes.

Esta imagen me depara pensar en la diferencia que permea a los humanos: existen aquellos que, de la mano a la naturaleza, no ambicionan, viven tranquilos con sus actividades inmersas en el contexto en donde han nacido. Siento que podrían vivir sin más que lo que hacen, salir a dialogar con el mar para obtener de él con un esfuerzo, su alimento, regresar con éste a su hogar, guardar silencio, escuchar, observar, fluir…

Existen de este otro lado del mar, en la playa y la montaña, aquellos llamados capitalistas que giran en un mundo de consumo y se construyen inmensas mansiones que ocupan o visitan solo de vez en cuando ignorando por completo que están construidas sobre el cadáver del hábitat de un sin fin de insectos que no tienen nombre, de todas las aves que buscan sus antes casas caminando en las calles de asfalto que sepultaron su manglar y corriendo cuando se avecina un coche en medio de esta antesala a la completa oscuridad.

Al haber posteado en el Facebook las andanzas de la Pirata en Zihuatanejo, no tarda en aparecer en mi pantalla el contacto de los corredores de tierras, los que venden ya lotificados, los pedazos de montaña que queda para poblar, para ser parte de lo que han venido haciendo desde hace dos décadas: ignorar por completo, como si fuera inexistente, el equilibrio entre humanos consumistas y naturaleza.



Me viene a la memoria el día en el que después de un desayuno en una vacación conjunta con mi hermano y primas venidas de Alemania, en Morelia, decidí abandonar el grupo por una razón en particular (se repartió la cuenta del desayuno al parejo cuando yo había pedido muy poco porque eran muy pocos los recursos que llevaba conmigo), y tomé un camión a Lázaro Cárdenas y de ahí a Zihuatanejo. Se lo cuento a mi hija. ¿Y qué hacías aquí, no te aburrías? ¿Me aburría? No, en lo más mínimo, leía, escribía, hacía de comer, nadaba, me asoleaba, observaba a la gente que iba a pasar el día en Las Gatas, esa bahía pequeña a la que fuimos el sábado pasado, a donde yo me quedaba, en la casa de Carlo Scuba… Guardé silencio, había sido un fracaso esa visita porque bajando de la lancha que atraviesa la bahía, ésta estaba llena, repleta de gente, tanta, que en lugar de regresar al muelle y volver al puerto, les dije a mi hija, mi amiga de niñez y su hija, que camináramos lo más rápido posible la angosta playa en verano, hasta el final, donde había poca gente. Ésta decisión ocasionó un malestar tan grande, que me vi en la necesidad de rentar una lancha que nos sacara, sin volver al muelle, desde ese final de Las Gatas, hacia fuera de la aglomeración.

Por mi cabeza pasa lo positivo que podría ser para el planeta el Covid-19 y sus variantes, porque si destruyera al humano por completo, como el meteorito a los dinosaurios, o en un 50%, no sucedería lo que está sucediendo en Zihuatanejo, o más al sur, allá, en ese Mazunte que hace dos décadas mantenía un ecosistema maravilloso que hoy se extingue. En esta temporada de lluvias ya no hay sapos, como el año pasado. ¿Porqué? ¿Quizá porque fumigamos para que los turistas no se quejen por los moscos?

Abro el face y les escribo a los corredores de bienes raíces. Pasan por mi, me llevan a ver toda esa parte que está arriba de Las Gatas, esa bahía a la que se podría ya llegar por tierra si las generaciones que ya nacieron ahí —se pobló por tres personas hace unos 65 años— no hubieran negado el acceso. No dueños de la zona federal, a donde se asentaron, de la frontera de “sus” tierras hacia arriba está prácticamente privatizado y en los papeles, surcado por lotes.

Por aquí pasará la calle y llegará a 50 metros del muelle, —me explica el joven mientras caminamos entre la maleza—. Enfrente, más abajo, se observa la bellísima bahía color turquesa en donde el Rey de los tarascos, Caltzontzin, mandó a hacer un arrecife para convertirla en una bañera.

Un 50% de la montaña aún está en venta, terrenos entre 750 y 1200 metros, con permiso de construcción en donde debes dejar 30% de los árboles y la naturaleza, viva. ¿Me equivoco? Respiro hondo, quisiera tener todo el dinero necesario para comprar todos esos terrenos y dejarlos intactos. ¿Y si busco socios ricos que solo hicieran una casa y lo demás lo mantuvieran virgen? ¿Y si compro y el vecino me construye un muro al lado, o el de abajo me tapa la vista?, le pregunto al corredor. Después de guardar silencio me dice que la mayoría son gringos, que compran los terrenos, hacen sus casas, se van y las rentan. Volvemos por el perfecto camino pavimentado, le pido me paseé por ahí, en un momento ya no hay paso, una especie de antesala de castillo con portones de 4 metros, un empleado vestido de uniforme cuyos padres y abuelos algún día no muy lejano, pescaron lo necesario para vivir bien y se abrieron cocos que bajaron de un palmar común.

¿Se aburrían entonces? ¿Se aburre hoy el empleado entre el abrir la puerta para uno y otro? Silencio.