Olga y Rufino Tamayo

Por: Ana María Guzmán Rodríguez*

En el campo del arte mi esposo y yo tuvimos la fortuna de ser amigos personales y cercanos de Olga y Rufino Tamayo.

Todo empezó cuando siendo Pedro director de Aeropuertos y Servicios Auxiliares, buscó a Rufino como un oaxaqueño eminente para invitarlo a algunos eventos. A Rufino le gustaba que Pedro tuviera enorme gusto por la música clásica y conocimientos fundamentales de la pintura universal. Olga le tomó afecto especial, como de tía, y él a su vez, la admiraba profundamente por ser una mujer de carácter.

La primera vez que viajamos juntos fue cuando los invitamos a la inauguración del Hotel Camino Real en Cancún. Pronto nos hicimos buenos amigos. El paisanaje ayudó mucho y mi gusto por la cocina oaxaqueña también. Con frecuencia los invitábamos a comer a nuestra casa de Tlalpan, siempre comida oaxaqueña, o íbamos a la suya a San Ángel a codearnos con personas interesantes de diferentes extracciones. Políticos, directores de periódicos, gente de televisión, intelectuales, pocos pintores, pero siempre las pláticas eran muy ilustrativas.

Uno de los viajes más memorables fue cuando los invitamos a pasar unos días en la Casa de los Pescados, una pequeña cabaña rústica que construimos en mitad de la nada, en la bahía de Buena Vista en el Mar de Cortés. Era un lugar excepcional que se llama Agua caliente porque hay aguas termales a la orilla del mar y al meter los pies en la playa fría, pequeñitas corrientes de agua hirviendo te quemaban los dedos.

“Esto parece el principio de la creación —decía Rufino, cuando en las mañanas se metía al mar sin ninguna presencia humana en todo lo que la vista alcanzaba— pero esta luz es cegadora. Yo aquí no podría pintar”.

El recuerdo más grato de nuestra amistad es el de una fiesta que les hicimos en su 49o aniversario de bodas. La fiesta inició en la explanada de Santo Domingo de donde partió la “calenda”. Fue la primera vez que una “calenda” se hizo para celebrar un evento privado, ya que lo normal era que estos desfiles, que recorren las calles oaxaqueñas se hicieran solamente para conmemorar fiestas religiosas. Enormes “marmotas”, esferas de tela con luz adentro, con los nombres de Olga y Rufino iniciaban el paseo al compás de la música de banda de Santiago Apóstol, Ocotlán. Las mujeres, vestidas con sus “enredos” de lana teñidos con cochinilla, bailaban los “jarabes del Valle” mientras los hombres cargaban el guajolote para regalo de los novios, ofrecían el mezcal, y hacían dar vueltas el “torito” de cohetes con chispas brillantes.

El paseo se convirtió en un alegre recorrido hasta el ex convento del Carmen Alto. Allí dentro del claustro del convento se sirvió una cena informal de “empanadas de amarillo”, las preferidas de Olga, “molotes” y “clayudas”, terminando con tazas de chocolate y enormes roscas de “pan de boda” que se colgaban al cuello de los invitados. Durante la cena se presentaron “pedimentos de mano” de las regiones Mixe, Mixteca y Valles Centrales, que eran ceremonias auténticas de cómo los padres del novio con palabras rituales, danzas y regalos piden la mano de la novia. El cierre de la fiesta fueron las cascadas de fuegos artificiales que caían de los cuatro muros del convento. Nunca había visto a Rufino y a Olga emocionados hasta las lagrimas.



Siendo ya mi esposo gobernador de Oaxaca, nos visitaban con frecuencia y pasábamos tardes enteras escuchándolo hablar de su infancia al inicio del siglo cuando, huérfano, trabajaba de dependiente en la tienda de su tía. O nos hablaba del cambio del arte clásico decimonónico y sus derivaciones hacia el impresionismo, el cubismo, el fauvismo, el surrealismo, declarando a Picasso como el mayor genio del arte universal. El se declaraba realista puesto que su referencia era la figura humana, el universo, los animales, tratado todo en planos más simples y con su personal sentido del color.

Algunas tardes en nuestra casa de Tlalixtac, éramos sus compañeros en el juego de cartas donde más valía que escondiéramos la carta con que le ganaríamos para no exponernos a una cara seria toda la tarde.

En cambio el Rufino ganador empezaba a cantar canciones ingenuas, populares, de la Revolución.

«Vuela hacia allá, agraciada golondrina

Toma esta carta y a mi amada se la llevas
Toma este pomo de olor y en el pecho se lo riegas
Y que me mande, de amor la contestación.
En el sobre lleva escrito que se llama Jesusita

Pero es mentira, pues se llama Mariquita….»

Desde que Olga nos avisaba que vendrían había que pensar en los postres que era el tiempo de la comida que Rufino prefería: garbanzos en miel, ante de mamey, e infaliblemente rosquetes de canela, frágiles buñuelos fritos en manteca, cuya masa estaba hecha con harina «mojada con yemas» de manera que 2 kilos de harina necesitan unas 30 yemas por lo menos y toda una cazuela molera de manteca. Era una delicia verlo tomar con ambas manos la frágil rosquilla y llenarse los labios del azúcar acanelado, disfrutando hasta las moronitas.

Rufino me aconsejó que escribiera sobre la cocina oaxaqueña y tuvo la gentileza de pintar una tinta especialmente para la portada de mi libro «Tradiciones Gastronómicas Oaxaqueñas» , de la que hizo el diseño.

Hay muchas anécdotas que recordar de nuestro trato con los Tamayo. Cuando el pintor estaba de humor y se sentía en confianza pedía una guitarra y recordaba canciones mexicanas antiguas. Juntos cantábamos una, yucateca, del tiempo de mi papá, que se llama Flores de Mayo:

«Flores de Mayo llevó la niña
para ofrendarlas ante el altar
iba vestida toda de blanco
de lino blanco como el azahar».

 
Había otra, Alborada, también yucateca que me aseguran tiene letra de Víctor Hugo:
 
Ya viene la aurora

fantástica, incierta

tiñendo su manto, de rico tisú

por qué niña hermosa
no se abre tu puerta
por qué cuando el alba y las flores despiertan

dormida estás tú».

Olga era uno de los polos de la entidad brillante que eran los Tamayo. Tenía una gran personalidad que no competía, sino complementaba la adustez y formalidad de Rufino. Es famosa su frase: “Yo soy la que hago todo. Éste, lo único que hace es pintar”En 1971 acudimos a la embajada francesa a la cena que se le ofrecía a la pareja con motivo del otorgamiento para Rufino de la presea Oficial de la Legión de Honor de Francia. Era una cena de etiqueta, sentados, y no éramos muchos invitados. Olga llegó deslumbrante. No era bonita, pero a sus sesentas tenía porte y personalidad. Llevaba un vestido largo, diseñado por su modisto francés Pierre Balmain, de gasa de tono claro con una ligera caída sobre el suelo en la parte posterior. Su collar era espectacular, de cuentas de plata con pequeñas piezas prehispánicas de cristal de roca intercaladas. A la hora de pasar a la mesa el embajador anfitrión le ofreció el brazo a la invitada de honor. Había que bajar unos escalones para dirigirse al comedor y cuando la afilada punta de su zapatilla se clavó en el dobladillo del vestido, Olga rodó por los escalones y la pequeña bolsa de Tane que colgaba de su hombro cayó al suelo donde se abrió dejando salir su contenido: una barra de labios y tres chiles verdes. Presurosos los caballeros corrieron en su auxilio mientras yo recogía los chiles verdes y el lipstick regados en territorio francés. Enfadada por el incidente y recomponiendo el “chongo” que usaba en lo alto de la cabeza, cerró los comentarios diciendo: “Ya, ya, estoy bien, es que yo siempre que vengo a esta embajada traigo mis chiles porque aquí la comida no sabe a nada”.

Una mujer como ella, podía decir cosas como esas, y lo que en otra gente podía ser inconveniente en Olga Tamayo era motivo de anécdota.

Un recuerdo emocionado para estos eminentes oaxaqueños.

*(Del libro en preparación que se llamará (tal vez) “Mi generación. Notas al
Azar”)

Más videos en el Canal de Youtube de El Oriente: