La Pirata del Oriente

Por: Eva Bodenstedt

La Perla

Estamos sentadas dentro de la palapa del restaurante La Perla en la playa La Ropa de Zihuatanejo, una hermosa bahía en Guerrero al norte de Acapulco.

No saco la cámara-celular porque no quiero hendirme con una imagen en la “privacidad” de toda esta otredad que me absorbe como si estuviera ante muchos escenarios, y a la vez dentro de ellos, los cuales, siento, están demasiado repletos a pesar de ser espacios abiertos. La presencia de turistas es grandiosa tanto adentro de la palapa como afuera en la playa, donde como aquí, hay sillas y mesas. Hay semáforo rojo pero todos se lo pasan como si no existiera. No tenemos remedio. Los vendedores ambulantes, justo en la frontera entre el afuera y el adentro, levantan sus brazos como si fueran tendederos de chivas, que si son pulseras de hilo, llaveros de abridores, ranas que mueven las patas, los ojos y la cabeza con sombrero de concha mientras encima de la propia, ellos mismos también llevan por lo menos doce sombreros de colores con y sin moño.

Más allá de ellos, los actores aparecen semidesnudos, con trajes de baño, y en unas poses corporales que bueno, si se vieran en una panadería del centro, por ejemplo, o en un supermercado o el zócalo, se los llevaría la patrulla a los encierros.

La humanidad es muy curiosa, la sociología y antropología deben de ser también un festín a partir de esta perspectiva. Una señora entre 29 y 35 años, de buena figura, con traje de baño completo con estampas de jaguar, se inclina sobre una silla para buscar a alguien en el mar. Alrededor de cincuenta personas de este lado podrían estar presenciando la imagen-acción, donde el traje cubre apenas la parte superior de los glúteos bien formados, compartiéndonos dos hermosas piernas con sus respectivas nalgas bronceadas mientras más arriba, su cintura anilladas por las motas de jaguar, hace girar su pecho buscando con la mirada a ese alguien en la playa ya ésta sin hongos de palma, ni sillas ni mesas.



Alrededor, como si este pedazo de playa fuera el mundo, hay personas de todos tipos, razas, nacionalidades. Con la globalización todo es posible, y los comentarios de los niños que comienzan a crecer dentro de ella, dejan escuchar lo siguiente: “ya veo por qué hay racismo en el mundo, papá, mira ese señor -dice una púber señalando con los ojos a un hombre de piel oscura, casi negra-, si ves su nariz, es chata, sus brazos son cortos, sus piernas también, se parece más a los monos y no cabe duda de que si venimos de los simios…”.

En algún momento escucho a ese hombre, habla un español que podría apuntalar a la República Dominicana, su cuerpo es perfecto, los músculos de sus pechos, grandes, sin grasa, sus piernas correosas, su abdomen liso, sin un solo bello, es lampiño. Del otro lado hay una pareja de blancos como una cuija, de ojos azules, con narices aguileñas. Me gustaría explicarle a la púber lo que leí en un libro de antropología en el que explicaba que en las regiones de mucho calor, las narices son anchas, y en países fríos, alargadas para que el aire frío no llegue directamente al cerebro, y se caliente en el trayecto, lo contrario a las narices chatas que por el calor, dejan entrar el aire sin mucha obstrucción. Y que el color blanco de la piel muestra que en el lugar de origen, hace frío, igual que el color de los ojos azul o claro; al contrario de la piel pigmentada la cual tolera el sol directo, como los ojos negros o cafés. Un rubio al sol, necesita a fuerza lentes oscuros, etc.

A donde voltee uno, hay diferencias notables, pero todos están casi igual de encuerados, unos gordos como hipopótamos, otros flacos como palillos de dientes, calvos, rastas, tatuados, altos, chaparros, hombres, mujeres, lesbianas, homosexuales, de todo. Una pareja de hombres pasea con su bebé al pecho, por ejemplo. De todas edades este conjunto de homúnculos es un muégano único y sin embargo, repetible en cada palapa de la larga playa y quizá en las costas de América.

Más allá, en el casi fondo del cuarto plano, las olas revuelcan a su vez cuerpos que quizá han estado sentados a lo largo de los indefinidos tiempos del Covid-19, e incapacitados de librar a las olas con sabiduría y elasticidad, éstas arremeten contra ellos sin piedad y ellos emergen de las burbujas como polvorones de arena, con los cabellos hechos greñas, y los ojos desorbitados cuando se los han llevado las olas más grandes. Mientras, el grupos de guitarristas de dos rondan el afuera y el adentro serpenteando las mesas con sus notas y estrofas para ser anhelantemente pescados por algún grupo que festeje algo más allá de la libertad total en tiempos de pandemia, ¿o plandemia?

Todo es posible.

En el mar, la vida es más sabrosa, en el mar, te quiero mucho más…