eloriente.net

28 de agosto de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“Minerva doblaba y desdoblaba sus boletos para el concierto. Contaba las horas. Deseaba ya mover los hombros y ahuecar el pecho, desgañitarse.

En el fondo, todos contamos las horas esperando el momento de ser libres.”

 

La vida es una ilusión. Transcurre adentro de nosotros. Y esto nunca es diferente.

Por eso, allí, solo a nosotros nos suceden nuestras tragedias, el miedo y sus ramificaciones, el amor, la rabia contenida, el escalofrío nocturno que nos provoca levantarnos por agua o a mirar la ventana.

Pero como es una ilusión su complejidad radica en su indeterminación, en su impermanencia y fragilidad.

Lo que parece enorme e indudable en un momento, se torna prescindible para el siguiente.

Piénsalo por un segundo. Hace apenas dos años, concluías que la persona a tu lado era el oxígeno, la sangre, la letra del manuscrito de tu vida. Era imposible subir al tren y no sentarte a su lado o mirar las siguientes estaciones —inclusive las últimas— sin imaginarte apoyado en su antebrazo, temblando, porque las piernas no responderán, no obedecerán, como si lo hacían en las estaciones previas.

O bien, creías que las canciones de aquel trovador sudamericano o del grupazo británico —tú sabes—, eran las obras que tú debiste componer en una noche de soledad, mientras desanudabas los fantasmas que a todos los seres humanos nos corean desde siempre, a un costado, como en los libretos de Shakespeare.

Sin embargo, las canciones las escribieron, las grabaron y las compartieron ellos, pero no importa, porque en realidad son tuyas y han formado parte de la banda sonora de tu vida. Es posible que recuerdes con música el primer día que entraste a la universidad, o la cita con Mariana —puede llamarse como decidas—, aquella tarde del funeral o las desveladas eufóricas de mayo.

Ya el hecho de pensar en una banda sonora para tu memoria, confirma el hecho de que la ilusión es innegable.

En esa construcción el cine ha jugado un papel central. Quizá esta sea la razón por la cual nos gusta y apasiona tanto a la inmensa mayoría de los hombres y las mujeres. Se ha infundido en el imaginario con tal intensidad, que muy pocos pueden diferenciar entre los recuerdos y las películas que nos han marcado.

El ‘déjà vu’ que cualquiera puede llegar a sentir, por ejemplo, al caminar por las calles de Nueva York, es casi una profecía consumada. Es seguro que al pasear por Central Park o mirar el puente, vengan a tu memoria las imágenes de alguna cinta, las vidas cruzadas de los personajes y hasta se contagie el estado de ánimo de la historia recordada.

El cine, como el arte verdadero, tiene esta característica: entra para siempre en la ilusión de tu vida.

Por eso, comprendo bien la emoción de Minerva, esa chica por los veintes, que el sábado compartía una imagen de sus boletos al concierto. “Ya cuento las horas”, decía. Dejando entrever sus manos ansiosas, las portadas de un par de discos cuidados a la perfección.

En ese instante, todo su futuro depende de esa visualización impostergable: ella, bajo el abrigo, extrañamente confortable, liviana, ansiosa, al inicio del concierto.

El mundo puede caerse a pedazos, la amargura de cientos de personas allá afuera —que por cierto cada vez son más—, el apagón en el sur de la ciudad debido a las lluvias, aún el cambio climático, todo, puede agenciarse el calificativo de drama, pero ella solamente piensa, se concentra, se reduce, a lo que miran sus ojos y estremece ya no su piel, sino algo más adentro de la piel, una especie de cuerpo adentro de su cuerpo.

 

Para los viejos de espíritu, la pregunta es relevante aunque la desdeñen: ¿Cuándo fue la última vez que tomaste unos boletos con la misma fuerza, ferocidad, afán, ganas, impaciencia? Y aunque no fueran los boletos, ¿qué te produjo, recientemente, la certeza de que viene el momento, de que podría tirarse todo por la borda y tú a pesar de todo permanecerías de pie, feliz, entero, satisfecho?

Es posible que la vida se viva por lo bajo, solo para que podamos diferenciar los momentos estelares.

Pero también es posible, que aquella solo sea una justificación para la vidas medianas e intrascendentes.

En este punto, un poco de coraje siempre es bueno.

No hay que descuidar sin embargo, que el coraje es un síntoma.

Pasa. Y cuando se difumina, nos miramos al espejo. Sin ira, sin gestos intimidantes, nos preguntamos: ¿no te habría gustado vivir al filo de la butaca, esperando el jueves o el domingo o que llegue la noche, esta noche, la más relevante de tu vida?

¿No te habría gustado contar las horas, emocionado y a veces con angustiosa incertidumbre, en vez de gastarlas como centavos hasta quedarte con las manos vacías?

Por eso, contar las horas, sin avaricia, apasionadamente, es la única manera de que la ilusión perdure.

La vida es una ilusión. Se mide en profundidad no en longitud. Es interior, no exterior. Es emocionante y siempre, cada segundo, comienza.

tiempo, horas pasar

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