eloriente.net

12 de junio de 2014

La ciudad guelaguizada

Por: Édgar Hernández Cruz*

Se manifiesta como algo evidente: la Guelaguetza es un fenómeno citadino. Resulta difícil encontrar en los pueblos originarios —en la sierra mazateca, en la costa chatina, en las montañas mixes o en el istmo zapoteco— una reproducción anual de algo así como un pasatiempo de la identidad, una teatralización diseñada para un público orientado específicamente a contemplar el espectáculo de las “etnias” que hallamos en nuestro estado. Es fácil imaginar, en cambio, las similitudes de la Guelaguetza que cada mes de julio acontece en la ciudad de Oaxaca con una realizada en Ciudad Nezahualcóyotl, otra en la plaza de la Ciudadela, a las afueras del metro Balderas, una más en Los Ángeles (California) y quizá otra itinerante, cuyo recorrido abarque desde la Plaza de la Danza hasta su exposición en Suiza o Francia, o cada martes de brujas en Santa Cruz Xoxocotlán. La Guelaguetza es un fenómeno propio de la ciudad.

Sobran evidencias de la fetichización que los gobiernos nacionales han elaborado como mediación previa al contacto con los pueblos originarios. Esto se expresa en lugares tan comunes que lo reiterativo no debe tomarse por natural: el asombro frívolo por los vestidos, la comida, el baile y la bebida, todos elementos aislados en la conciencia del señor autoridad/turista al cual la palabra cosmovisión lo salva de evidenciar su completa ignorancia, su impotencia para identificar alguno de estos atributos como algo más que un gesto exótico proveniente de quién sabe dónde. Si se le quitara esa palabrilla mágica algo sucumbiría en su interior, demostraría su absoluta falta de comprensión sobre las relaciones de esas manifestaciones con una historia, con una lengua, con una serie de contradicciones simultáneas.

Por otro lado el juego perverso, la ilusión de pertenencia, el afán de inclusión a cualquier precio, la “proyección” internacional o simplemente el divertimento sin consecuencias configuran la conciencia alienada del “indígena” que busca su reconocimiento bajo el oficialismo de estado y no sólo ahí, también en las miradas curiosas del extranjero aventurero, en el fetiche fotográfico: ponerse la conciencia indígena, como un traje, para quitársela luego, peor aún, introyectar la categoría de indígena como algo propio, identificarse con ella mediante la ilusión, para luego proyectarla sobre esa conciencia carente de objetos históricos con los cuales identificarse de forma concreta. Es preciso distinguir, por otro lado, que la palabra “indígena” no emana de estos pueblos como un rótulo de autoidentificación. Indígena, como toda categoría abstracta, subsume las manifestaciones heterogéneas y las evidencias de formas distintas a la nuestra para habitar el mundo y relacionarse con él; la categoría sirve de red que captura evidencias bajo un mismo registro oscuro. Evidencias de todo tipo: lingüístico, cultural, económico, epistemológico, etcétera, son aplanadas por ese concepto, que se ha difundido al grado de ya no ser cuestionado. Las poblaciones originarias se asumen, cuando se les pregunta por su autodenominación, generalmente como “gente de nuestro pueblo” o bajo un significado comulgante: ayuuk, ikoot, ñuu savi, etcétera. No se autonombran “indígenas”.

Sentirse orgulloso de lo que se es nunca ha significado un error, sentirse como los otros nos sienten sería quizá lo problemático. No he escuchado a un “indígena” que se sienta orgulloso de la Guelaguetza sin caer en uno de estos campos de ficción donde, sin embargo, no se sabe actor en juego. Se escucha con suficiente frecuencia en la gente de la ciudad que ansía la Guelaguetza, la fiesta oaxaqueña por antonomasia, y si estas palabras resuenan en las bocas de los participantes de ese espectáculo de convivencia habría que preguntarse si en esa identificación no se ha perdido algo en ambos lados: de quienes la esperan en la ciudad y quienes la esperan desde fuera.

La gente de la ciudad todavía tendría otro motivo para esperar la fiesta con ansias de niño: quieren ver y celebrar a “los indígenas”, pero al mismo tiempo reciben al extranjero, y no hay mejor medio para el mutuo crecimiento que el intercambio cultural, la cultura como un don, dar y recibir: la utopía del otro y su consecuente alimentación recíproca —como opera la guelaguetza en las comunidades donde aún subsiste en la forma del dar/recibir: el mutuo apoyo para cumplir un compromiso. Sin embargo, todo este intercambio posibilitado por un acontecimiento cuyo diseño obedece más al beneficio de la economía local que a la reivindicación de la diferencia como valor humano, toma ya otros tintes y otras consecuencias.

Sí, la ciudad de Oaxaca tiene poco que ofrecer en cuestión de capital. Poca industria, poca gestión, poca circulación y consumo, poca identidad. Por eso la cultura toma relevancia y se inserta como un bien intercambiable. Fuera del contexto antropológico donde el dar crea el recibir, es decir, donde el don o el intercambio material y simbólico juega un papel determinante en el proceso de reproducción social, el intercambio del tipo cultural que acontece en la ciudad se identifica más con una alienación de la cultura propia y ajena y su consecuente subsunción a la lógica del dar y recibir atravesada por el mediador universal del mercado y sus valores abstractos: el dinero, el espectáculo, el entretenimiento. Todo esto es palpable en la publicidad que rodea a la Guelaguetza. Se interpreta la cultura desde una visión neoliberal como motor de desarrollo, previa objetivación de los procesos culturales y en general de sus actores y portadores. El consumir/producir en este sentido sólo se reconoce en tanto intercambio de bienes materiales: la consumación de la transacción o estafar al gringo si se deja. Sin embargo, los apologetas del marketing y el turismo parecen incapaces de reconocer en esta dinámica la lógica infinita que alimenta la inequidad de nuestra sociedad. El mercado asegura su preservación cuando logra naturalizar sus relaciones y mostrarlas incluso como valores positivos. La injusticia creó el servilismo, el servilismo atrae el turismo, el turismo fomenta el servilismo, y así se establece un proceso circular mientras no se modifiquen estas relaciones económicas que, en tanto económicas, reflejan y configuran las relaciones de poder.

Como sea el asunto no es juzgar qué tipo de mercancía representa la cultura para el gobierno local y los visitantes globales. Para el caso que sigue resulta más interesante observar los derrames que este encuentro produce sobre el cuerpo de la ciudad.

La gente sabe que algo pasa en la ciudad al iniciar el mes de julio. El entorno cambia, se transforma, la fiesta se extiende y trasciende el Auditorio Guelaguetza, la calle se convierte en un río de música de banda. La gente se desplaza, atraviesa la ciudad como si toda ella fuera Monte Albán. La ciudad aparece entre ruinas y tumbas iluminadas por un halo esplendoroso, caídas y recaídas necesarias, el calvario oaxaqueño: visitar aquella pirámide, hacer paradas, ahora esa tumba, luego el juego de pelota, regresar al restaurant, ir al mercado, comer una nieve, tomar mezcal, ¿no lo va a llevar?, ¿me compra algo? Se lo dejo barato, barato. La calle se trasforma, deviene corredor en una plaza comercial, punto hostil pero necesario entre un local y otro.

Sin embargo, es en esta aparente neutralidad festiva donde se invierte la condición social de la calle, que señala una intensificación de la vigilancia sobre lo permitido y lo censurado. Al extranjero se le permite todo, al local hay que vigilarlo. Y no me parece extraño. Antes, cuando iba a la playa, Puerto Escondido era para mí la misma cantina pública que para el visitante es el centro histórico de la ciudad de Oaxaca: un lugar para hacer francamente lo que uno quiera. Después noté que mi situación era privilegiada, a la gente local no se le dejaba echar tanto desmadre, o sí, pero no en cualquier parte, ni con la misma intensidad. Uno, turista, podía beber donde quisiera, escuchar o hacer música estruendosa, exigir las cosas con prepotencia, dormir en la calle. Al costeño esto debió parecerle molesto y ahora lo comprendo. Cuando un espacio se asume como abierto, su efecto se manifiesta en quienes han vivido desde siempre en ese lugar como un aumento en la represión y en la vigilancia del comportamiento, porque la vigilancia y el control se diseñan a partir del visitante.

La fiesta que comienza en el cerro se derrama por la avenida. El mirador, iglesia de la Soledad, luego la Central de Abastos, todo Riberas, el Tecnológico —donde vibra la fuerza local y la Guelaguetza magisterial pelea la patente de lo auténtico—, Monte Albán, las artesanías de Atzompa, si queda más ánimo para la historia quizá San José el Mogote, o si ya fue mucho recorrido hay que volver al centro. La ciudad abierta como boca que enseña las muelas. Un eructo de mezcal recorre el municipio.

Entonces la ciudad deviene otro, la ciudad se vuelve playa: springbreak huipilero. Y en realidad esa inversión del espacio público se vuelve potencial porque suspende por un momento la rigidez del código de conducta citadino. Pero el valor positivo obtenido con esta transmutación del espacio sólo es aprovechable para la población que nos visita. Para los locales ese valor se invierte en la incomodidad que la autoridad siente hacia nosotros porque piensa en nuestra muy posible espontaneidad, y en este sentido no se equivoca. Entonces crea circuitos de vigilancia, rondines, dispositivos que se activan a la menor provocación —no perder de vista a los jóvenes, relegarlos, postergar sus necesidades— o que se adelantan a la provocación volviéndose caracterización discriminativa: la fisonomía, el color de piel, la manera de portar un vestido regional, quién sí y quién no entra a la fiesta. En la ciudad las fiestas son tan exclusivas que los propios invitados, para poder entrar, tienen que identificarse.

La fiesta, sin embargo, no es el sujeto de esta dilucidación, son los efectos que ella genera en el centro de gravedad que es el Auditorio Guelaguetza y que se expande al campo magnético del municipio, creando un flujo que hace cortocircuito con la experiencia ganada por la embriaguez del festejo.

Haríamos bien los habitantes de esta ciudad en optar por manifestaciones que se reflejen en un ejercicio de reconocimiento de nuestra condición actual en tensión con los valores heredados. No basta proclamar una tipicidad en la conducta o los modos de relacionarnos para crear identidad. Por ello las fiestas de julio se han desligado de la vida concreta de los habitantes del municipio. Crean una estructura rígida que da a la tradición y a la herencia un valor superlativo, dividiendo así la producción cultural en polos inconmensurables. Como posibilidad de dinamismo cultural, la Guelaguetza representa la tensión entre los valores históricos y la espontaneidad de resignificarlos. En lugar de eso se coloca una ficción compartida: la reconciliación con la diferencia que representa eso otro (el “indígena en su pueblo”) cuando convive en la casa y podemos tenerlo al lado y festejar el encuentro. Nada más alejado de las situaciones reales y las relaciones de subsunción del espacio urbano respecto a la vida en el campo. Pero es una ficción que se despliega hacia polos diferenciados: también el turista representa ese otro momento que converge imaginariamente en una fiesta que celebra la concordia temporal y se desvanece en el instante. Hay que reconocer que a una aparente neutralidad del espacio público donde todos son presentados como iguales, corresponde un ocultamiento de las contradicciones subyacentes a esa apariencia.

Así pues, los habitantes de esta ciudad debemos centrar nuestra atención en otros espacios por conquistar, espacios públicos cuya potencialidad de convivencia social está siendo explotada por sectores privados, al tiempo que con estas pseudorreconciliaciones sólo obtenemos un aliciente ante la injusticia que permea nuestra estructura social. Ubicar pues ya no sólo el espacio, el auditorio, sino la calle, la avenida, el mercado, como posibles puntos de encuentro desde la diferencia.

Que la Guelaguetza no es una fiesta de los pueblos lo sabemos en primer lugar porque los pueblos tendrían poco que celebrar en una fiesta a modo, una celebración particular que incluye al “indígena” al precio de volverlo etéreo, fetiche, políticamente correcto, para después olvidar el encuentro, los compromisos asumidos, la mutua dependencia. En segundo lugar, los pueblos originarios tienen poco que celebrarle a un gobierno que los recuerda dos veces por año, que no los representa, que los coloca en el último renglón de una interminable lista de pendientes, que no los representa, que decide unilateralmente y sólo pide consenso sobre una decisión tomada, que no los representa. Por otro lado, si el “indígena”, que viene al cerro y baila y canta y festeja y aplaude, se concibe aquí como aquel que entrega su bastón de mando a una figura de autoridad externa cuando esta entra en su comunidad, habría que preguntarle a ambos cuando se volvió aceptable aplaudir el exterminio propio.

* Edgar José Hernández Cruz (Oaxaca de Juárez, Oaxaca, 1987). Estudió la la licenciatura en Filosofía por la UNAM (FES Acatlán), con especialidad en Filosofía de la Cultura. Ha impartido diversas ponencias sobre filosofía de la cultura y filosofía política, en el estado de Oaxaca y en la ciudad de México y participado en seminarios de investigación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la FES Acatlán, y en la UACM. edgarherz@hotmail.com

Foto: Algunos derechos reservados phylevn-ciudad de oaxaca

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