eloriente.net

20/julio/2014

Por: Juan Pablo Vasconcelos*

Es común que los seres humanos nos pensemos extraños a los acontecimientos más fascinantes, a los momentos que pueden cambiar la historia, a ser autores o partícipes de las grandes obras. Es común también que pensemos que todo esto sólo puede ocurrir en alguna nación lejana, donde sí suceden las historias heroicas, las invenciones, las personas de raros apellidos que luego resultan descubridores de galaxias, vacunas, ganadores de premios, astronautas.

Todas las cosas buenas deben estar pasando en un lugar que no es éste, realizadas por personas que no somos nosotros, siendo hechas varias veces mejor que si aquí lo hubiéramos intentado. Estas son algunas de las líneas mejor posicionadas en nuestro repertorio diario y son también la declaración de la opacidad que tarde o temprano nos consume.

Hasta que una mañana nos damos cuenta que una cosa maravillosa pasó aquí, a nuestro costado y en esta ciudad, y nosotros hemos podido ser parte de ella.

En el fondo de cada determinación y acto de nuestras vidas, esta combinación de sentimientos, intuiciones y razones se debaten, como si se tratara de un antiguo circo en que leones y lanzas trataran de dar en el mismo blanco, a veces lográndolo, a veces pasándose de largo.

La historia de Héctor Hernández Martínez tiene que ver con esas determinaciones. Oaxaqueño nacido en 1935, forma parte de una generación que vio nacer nuevas profesiones en la capital del estado. También, de quienes hicieron posible la llegada del hombre a la luna.

Imagen: Héctor Hernández

Aún sabiendo que han pasado más de 40 años de que Neil Armstrong diera algunos pasos sobre la superficie lunar, el hecho y sus imágenes siguen despertando la admiración, la curiosidad y esa sensación de proeza y desafío que ha movido la historia de la humanidad. Haber dado ese “pequeño paso para el hombre”, fue un acontecimiento que nos ha marcado para siempre. Simboliza en efecto un avatar científico innegable, pero también la extraordinaria capacidad de los hombres y las mujeres por alcanzar lo que piensan, reflexionan, se proponen.

Para individuos y naciones, un desafío significa el mecanismo que moviliza comunidades, voluntades, recursos, capitales. De pronto, cuando se fija en el imaginario de la sociedad o de países enteros, sucede un cambio que vuelca el estado de las cosas hacia otro que propende a la actividad y a provocar que pase lo que se antes sólo era una idea o una ilusión.

El 12 de abril de 1961, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano en viajar al espacio exterior. El hecho llegó en un momento en que las fuerzas entre bloques se medían también y sobre todo por acontecimientos como este. Recuerdo haber leído en alguna parte una declaración del astronauta estadounidense Alan Bean en ocasión del éxito soviético: “Ese día nos quitamos el sombrero por la hazaña rusa. Ese día también supimos que no queríamos quitarnos el sombrero nunca más”.

A poco más de 200 días de este hecho, el Presidente John F. Kennedy establecía el reto nacional de poner un hombre en la luna y regresarlo a tierra antes de que la década de los sesentas terminase.

Imagen: Héctor Hernández




En este contexto nace el plan de construir el cohete Saturn V y su consecuencia el proyecto Apollo. Al mismo tiempo, se abre la posibilidad de que cientos de estadounidenses y personas talentosas del mundo volcasen su trabajo y empeño en una misma dirección. Apollo dio empleo entre 1961 y 1975 a más de 400 mil personas. Sin embargo, la estrategia de contratación fue sumamente cuidadosa a pesar de la cantidad de puestos por distribuir. Las autoridades estadounidenses realizaron un diagnóstico sobre el perfil y las posibilidades del proyecto y, asesorados por un despacho de comunicación y relaciones, deciden formar un equipo multinacional para emprender el proyecto y al mismo tiempo afrontar las críticas que el discurso anti-racial estaba posicionando para, por el contrario, impulsar el discurso de que la misión estadounidense era una misión de La Humanidad.

La estrategia de invitar a colaboradores de diversos países en tareas tanto sustantivas como accesorias estaba en marcha y, vista a distancia, se trató de una certera actuación de política internacional.

Y como en el mundo las cosas guardan relaciones insondables, una mañana de 1966 el maestro Alfredo Canseco Feraud, decano de las bellas artes en Oaxaca, comentó a su alumno Héctor Hernández que la Agencia Espacial Estadounidense (NASA) tenía la intención de contar con un artista oaxaqueño, destacado en el ámbito del diseño gráfico, para formar parte del equipo de trabajo del proyecto Apollo. Le dijo además que el oaxaqueño al se refería era el propio Héctor.

En aquel entonces, Hernández estaba dedicado al diseño de publicidad. Diversas empresas como Luis Fernández del Campo, Montajes o Joyería Tere le habían confiado el trazo de su logotipo y la gran mayoría de las cortinillas cinematográficas también eran de su autoría. Las cortinillas, que todavía muchos de los asistentes a las funciones de la época deben recordar, eran menciones publicitarias que pasaban antes de las películas del día y que, a decir de Hernández, duraban una eternidad e inclusive retrasaban el inicio de la proyección.

Sin embargo, a pesar de que estas labores le significaban un ingreso importante y un futuro promisorio en el ramo publicitario, Héctor Hernández decidió probar suerte en Cabo Cañaveral o Cabo Kennedy, como se le denominó después al lugar donde se alojó el Centro Espacial Kennedy, ubicado entre Miami y Jacksonville en el estado americano de Florida. “Probar suerte” es un decir pues en realidad tanto la estancia como el trabajo significaron una serie de aprendizajes y desafíos personales que hubo que superar pacientemente y con inteligencia.

De hecho, Hernández tuvo la tentación de regresar a México varias veces, lo que hubiera significado dejar atrás el desafío. El primer día de su viaje, 6 de enero de 1967, el vuelo que lo llevaría a Orlando sufre un retraso en el aeropuerto de Miami. Héctor se ve en la responsabilidad entonces de notificar a un matrimonio de alemanes que habían asignados a su cuidado sobre el imponderable. El asunto es que había que hacerlo en inglés y de manera tal que el mensaje quedara claro y sin confusiones. Pero Hernández no sabía inglés y tampoco había salido nunca del país. Sin embargo, se armó de valor y marcó el teléfono. Al escuchar la voz del otro lado del auricular, aquel valor desapareció y decidió colgar sin dilación pues no pudo hilar vocablo alguno. Desesperado, buscó y consiguió ayuda de un mesero cubano que andaba cerca y éste finalmente dio aviso a sus anfitriones para que lo buscaran en el aeropuerto de Orlando un poco más tarde de lo pactado. No cabe duda que una historia mayor está compuesta de otras pequeñas que determinan, a veces, el rumbo final de los acontecimientos.

El matrimonio alemán que le dio hospedaje en un fraccionamiento cercano al Centro Espacial resultó ser de gran apoyo para Héctor, principalmente durante los primeros meses de su estancia pues, entre aprender el idioma, principalmente leyendo el Orlando Sentinel, y una nueva y rigurosa evaluación de la NASA sobre sus antecedentes familiares y personales, transcurrió un semestre, mismo que sirvió para adaptarse y conocer la zona. Había que decir que uno de los hijos de aquel matrimonio de apellido Goetz resultó ser el hombre que disparó a cuatro jóvenes negros en Nueva York, el 22 de diciembre de 1984, hecho que levantó gran polémica en la costa este americana. Bernhard Goetz “The Subway Vigilante”, como lo nombraron diversos medios neoyorkinos, se convirtió en uno de los símbolos anti-crimen de la década de los ochentas.

Fue para agosto de 1967 que Hernández se sumó de lleno al trabajo en la NASA como parte del equipo de diseñadores. Allí hacían desde anuncios para el menú del día en el Centro Espacial hasta manuales gráficos para enseñar los procedimientos de emergencias, posibles ataques de aviones extranjeros a la base o dibujos industriales de aparatos novedosos como radios de telecomunicación.

Había un rasgo que destacaba en el modo de ejercer el trabajo en la Agencia. A todos se le otorgaba un sueldo muy bueno, de acuerdo al país de estancia y a las circunstancias y además se fomentaba una intensa competencia entre los propios empleados. El sueldo de Héctor para iniciar fue de 200 dólares semanales y su labor, decíamos era hacer proyecciones en perspectiva de nuevos proyectos aeronáuticos y de estaciones o plataformas de lanzamientos. Este trabajo que se realiza ahora con instrumentos computarizados de tercera dimensión, en esa época se hacía a mano y aprendiendo muy bien la teoría y la práctica de la perspectiva.

Pero había una competencia que significaba mucho para todos los diseñadores del Centro Kennedy: trazar el emblema de identificación de las misiones espaciales. Cada una de ellas, desde el Apollo I tripulado por White, Grissom y Chaffee (fallecidos por el incendio de su nave) hasta el último que resultó ser el Apolo Soyuz de 1975, se identificaban con un emblema que caracterizaba el reto de la misión y, por supuesto, el significado de lo que se estaría por conseguir.

Por la importancia de cada misión, los directivos de la NASA encargaban el material a todos los diseñadores y no solamente a uno o a un equipo reducido. De esta forma, se trataba de incentivar una competencia de talentos y capacidad de respuesta que derivaba en diseños novedosos y certeros.

Ese día no es la excepción. Se distribuye entre todos los diseñadores la orden de trabajo con los detalles de lo que era necesario entregar para la selección del emblema del Apolo 11. Corre el año de 1969. Héctor y el resto de los trabajadores del equipo creativo se dedican durante semanas a imaginar, cada uno por su lado, una propuesta que además tomara en cuenta el nombre del módulo lunar: The Eagle.

Héctor estaba en presencia de un momento que sin duda cambiaría su vida. La asignación estaba hecha. El diseño que identificaría la misión Apollo 11 era el del oaxaqueño Héctor Hernández Martínez, originario de la capital del estado, ex diseñador de publicidad para empresas locales y vecino de nacimiento de la Calle Libertad 26, hoy García Vigil.

La composición de la imagen fue finalmente un águila que estaba en posición de llegada sobre el satélite natural. Al fondo la Tierra y en la parte superior la leyenda Apollo 11, el designado para poner al primer hombre en la luna.

El 16 de julio de 1969, impulsado por el legendario cohete Saturn V, el Apolo es lanzado desde Cabo Kennedy a las 10:32 hora local. Para el 21 de julio, el módulo The Eagle se posa sobre el satélite apenas restándole 30 segundos de combustible y en un sitio que distaba sólo a 38 metros de un gran cráter de 24 metros de diámetro y varios de profundidad.

Acto seguido, Neil Armstrong se convierte en el primero en la historia en caminar la luna, un poco al sur del Mar de la Tranquilidad.

En 1993 el oaxaqueño volvió a su tierra natal. Nunca dejó de hacer ejercicio y de prepararse en el físicoconstructivismo así que dirige hoy una empresa que desarrolla aparatos y diseños industriales para gimnasios. A Estados Unidos sólo vuelve para visitar a su hija y a su familia que viven y laboran en aquel país. Confiesa que una de sus principales satisfacciones es haber recorrido como representante de la NASA todos y cada uno de los países de Centro y Sudamérica a excepción de Brasil. Está jubilado en Estados Unidos luego de haber laborado en la NASA, Walt Disney World y el Pentágono.

Si Armstrong, Collins y Aldrin son los personajes visibles de un hecho que derribó leyendas y rediseñó los ánimos de los hombres y mujeres del mundo, para Hernández, recordar aquella época es todavía motivo para humedecer la mirada. Sin embargo, cuando terminamos de hablar y le dije de mi intención de escribir sobre este determinado pasaje de su carrera me dijo que tampoco creía que se tratara de algo extraordinario y me sugirió que no me sobrepasara, que él solamente hizo su trabajo.

No es casual que estas palabras provengan de un personaje de ese calado pues hacer el trabajo y hacerlo bien es un credo que le viene bien a cualquiera, principalmente a quienes desean aquello que Schopenhauer nos recordó: la felicidad radica en el desarrollo pleno de nuestros talentos.

Pienso que quizá esta sea la cosa maravillosa a la que referí al inicio y que se traduce de manera sencilla en la enseñanza citada. Mientras ese mensaje quede claro, regularmente se encuentran los medios para alcanzar lo planeado. Ni el personaje cubano que hizo la llamada desde Miami, ni el recordado maestro Canseco Feraud, ni el matrimonio Goetz, son personajes de ocasión. Todos ellos guardan una secreta conexión en la narrativa del mundo.

Seguramente, la historia que el lector escribe en su propia vida puede no ser extraña a hechos fascinantes que llegue incluso a modificar el curso de los acontecimientos familiares y colectivos. No encuentro razones para que sea de otra forma.

Foto: En la imagen Héctor Hernández. Autor: Carlos Martín Hernández

** Este texto fue publicado originalmente en ELORIENTE.NET el 27 de agosto de 2012.

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