eloriente.net

10 de abril de 2014

Por: Juan Pablo Vasconcelos*

Según trascurren los días, Nebraska me va revelando su luminoso rostro de película maestra. Y lo va haciendo como solamente las obras de su tipo pueden conseguirlo: aparecen de pronto en las conversaciones, se utilizan espontáneamente para explicar argumentos, se refieren para describir emociones, expectativas, pasiones.

Es decir, silenciosa pero infaliblemente estas obras van ocupando un lugar en nuestras vidas. Más reales que nuestros propios recuerdos, sus paisajes, situaciones y personajes van iluminando y figurando las palabras, las ideas, los símbolos, el lenguaje que somos.

Porque me tropiezo con Nebraska y su austera historia a cada golpe de café en las últimos días, me voy convenciendo de lo dicho. Es fácil hacerlo, además, porque a diferencia de otras cintas proclives a la parafernalia, al sonido estridente o al efectismo visual, la cinta de Alexander Payne tiende a lo ordinario; quizá tanto como la cotidianidad de las personas normales, en las que no suceden grandes sobresaltos, ni situaciones excepcionales. Por eso es magnífica.

Esto se enfatiza con el hecho de que un buen número de los actores que aparecen en la película no son ‘profesionales’, sino granjeros, jubilados, personas comunes con los acentos adecuados que solamente “son como son”.

En el filme, el anciano Woody Grant (Bruce Dern), deteriorado por el alcohol, realiza un absurdo viaje de Montana a Nebraska, en compañía de su hijo David (Will Forte), para reclamar un premio de un millón de dólares, a todas luces fraudulento, similar al que muchos de nosotros hemos recibido en publicidad a través de revistas o correos electrónicos. En el transcurso, la pareja pasa por el pueblo de Grant, donde creció con su mujer (June Squibb), y por otros sitios emblemáticos de su universo: rencuentra antiguos amigos, familiares y, con ellos, lo que llevan a cuestas; miedos, miseria, limitaciones.

Un diálogo es central en este hilo de cosas. El hijo, David, quien aceptó hacer el viaje a regañadientes, le pregunta comprensivo a su madre: “¿Cuál es el daño en dejar que (mi padre) tenga su fantasía por un par de días más?”

Y ésta es la delgada línea por la cual se conduce la totalidad de la cinta: entre la fantasía y la realidad, uno nunca sabe bien a bien si el anciano está en sus cabales o no; si es auténtica su obsesión por ir a cobrar el premio o lo mueve más bien la conciencia de estar frente la última aventura posible de su vida; si las personas que rencuentra alguna vez fueron como él las recuerda o son apenas una sombra, una ilusión.



Pero, ¿no son estas mismas preguntas, contradicciones, las que podríamos formular ante cualquier suceso o decisión en nuestras vidas? ¿No es porque uno hace viajes como el de Woody, casi a diario, por lo cual creamos una complicidad natural con su determinación de buscar su destino, a pesar de juzgarlo absurdo o hasta cómico? ¿Lo que tú o yo hicimos hoy, por ejemplo, es más o menos disparatado que el viaje de este anciano? ¿Alguien, en serio, sigue creyendo que la realidad no es una fantasía?

El silencio continuo en buena parte de la cinta robustece esta ambivalencia y la abre a la interpretación activa de quien la mira.

Por todo, el director Alexander Payne ha logrado con esta historia poetizar alrededor de la voluntad humana. Una voluntad determinada por las más insondables motivaciones.

Pero hay una clave formal que no puedo dejar a un lado. La película es presentada en blanco y negro. Este recurso del director no es un capricho y abre innumerables lecturas: que el viaje tan es una fantasía que solo sucede en la mente perdida, confusa, de Woody Grant; que Nebraska es una historia infinita, donde el color del tiempo no importa, pues siempre ha de suceder en el pasado; que pretende enfatizar la nostalgia y el impiadoso paso del tiempo sobre nuestros cuerpos.

Adicionalmente, a mí me gusta una lectura observadora de la intención de Alexander Payne. Me gusta creer que esta es una postura ante el cine, ante el devenir de la industria: Nebraska comprueba que con recursos mínimos, una historia austera y  bien escrita (el guionista es Bob Nelson), el respeto de la visión del director aún en el color, una fotografía contemplativa, poética y de buen gusto, y una dirección que permite al espectador completar como un cómplice escenas e intenciones, es posible filmar películas sorprendentes y entrañables aún en nuestro tiempo.

Por eso, en blanco y negro Nebraska me conmueve, y lo hace cada día más.

—-




*Juan Pablo Vasconcelos es Magister en Gestión Cultural por el Instituto José Ortega y Gasset. Contacto: direcciongeneral@eloriente.net

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