eloriente.net

7 de agosto de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“Las últimas líneas de la semana pasada: …el tiempo no es problema. Al contrario, es un aliado magnífico. Nos soluciona confusiones, hace que olvidemos el amor mal correspondido. Si hay un problema, somos nosotros. Que pasamos sin mirar.”.

 

Sumidos en la inercia, la vida pasa y va asemejándose al proceso biológico que nos enseñaron desde muy temprano: nacer, crecer, reproducirse y morir. A simple vista, parece tan sencillo. Y lo es, si uno cierra los ojos y anda como un sonámbulo por la pista de los años, hasta caer derrotado por el despertar, que es la muerte.

Lo es, si uno decide aceptar las imposiciones, si anda sin esfuerzo y se ahorra la labor de vivir. Si continúa las instrucciones sociales preguntando nada, aceptando todo.

Algo es seguro: al pasar de los años, la humanidad se ha inventado unos caminos por donde transitar ordenada y pasivamente. Esas rutas han sido relativamente exitosas, pues a excepción de ciertos territorios, la barbarie generalizada ha dado tregua. Sin embargo, enfatizo esa larga palabra, “relativamente”, porque seguir las sendas tiene un alto costo por cubrir y se paga con tiempo.

Hace algunos años, un amigo me dijo algo aplicable al hilo de estas letras: “piénsalo bien, de alguna manera, todo lo que tenemos en la vida es un poco de tiempo, es la única propiedad, el bien único”. Así visto, ¿con cuánto tiempo pagarías el estudiar una carrera que no te gusta? ¿Cuánto tiempo a cambio de enamorar a una mujer que no te corresponde? ¿Cuánto por cumplir una orden que no te seduce, ni te convence, ni te engrandece, pero que te llevará largo tiempo ejecutar y padecer?

Hasta que se termina.

Porque éste es el gran problema de continuar la inercia de vivir. Todo se termina antes de dar inicio.

Lo contrario de ir con la inercia, es ir con sentido.

Un ir que solamente los seres humanos podemos ejercer. Dotando a cada paso de significado, disfrute, trascendencia. Cada segundo, minuto de nuestras vidas, sintiéndolo a profundidad, con emoción.

A simple vista, parece sencillo. Sin embargo su complejidad radica en que esa senda no es la dominante entre nosotros, habituados más bien a continuar los caminos marcados, a sacrificar la libertad propia a cambio de una especie de libertad difusa que nunca sabemos bien a bien cómo se digiere.

La comprensión de eso último es clave. Porque si bien conocemos de algo denominado felicidad social, bien común, bienestar colectivo, o como se le desee llamar, también es cierto que la responsabilidad de vivir es personal, con las decisiones, estilos, formas, que esto conlleva.

Es personal, subjetiva, es decir, interior.

Por eso el arte resulta tan de relieve para los seres humanos. Es una especie de código interior para hablarnos a nosotros mismos, comunicarnos a profundidad, tocarnos el humor, saciar la íntima necesidad de expresión.

De alguna manera, el arte rompe la inercia de vivir hacia el exterior y por un momento nos lanza al camino interior, que es por cierto el único al cual accedemos desde el primer respiro hasta el último suspiro, cuya voz se va transformando con nosotros, crece, se hace más o menos hostil cuando nos habla al oído, tratándonos como al niño que fuimos o como el viejo que nos sentimos.

¿Esa voz eres tú?

Solamente tú lo sabes. Dímelo. ¿Es verdad que a veces no te reconoces? ¿Es cierto que durante ciertos lapsos enmudeció ese sonido interior y entonces el extravío fue incesante?

Por todo, cualquier sacrificio es insignificante comparado con el hecho demoledor de dejar de escucharse a uno mismo.

Como también, ninguna dicha es tan completa como esa que brota de ti, auténtica, y se expresa con libertad. Entonces, tus actos son tuyos verdaderamente y llegan a la cúspide de sus posibilidades al compartirse con el otro, con otros.

 

Hace algunos días, con un querido amigo, analizábamos ciertos acontecimientos públicos. Y luego de ponerle sal y pimienta —cuando se trata de esos temas siempre es necesaria más pimienta—, me decía que tratándose de cierto personaje, nos podía gustar o no lo que hace, pero que siempre era notorio “su toque”, “su estilo”.

Vaya dicha, le respondí. De alguna manera, ese personaje es un artista. Trabaja con la materia sensible más a la mano, sin dependencia alguna, y con la plena seguridad de que su ser se extendió más allá de su cuerpo, más allá incluso de su imaginación y de sus limitadas fuerzas.

Lo hace todo con la intención de llevar algo de sí a los demás, con sinceridad y afecto. Como solamente pueden hacerlo quienes desafían la inercia, los estilos egoístas, la obediencia.

Lo hace todo por contagiar a otros, por ayudar a otros, a que aprecien de nuevo el hecho de escucharse a sí mismos, y vuelvan a reconocerse, a acompañarse en la soledad, a sentir que hay un sentido.

El único sentido posible: el interior.

sentido dirección

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