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2 de febrero de 2018

“El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”

-Ernesto Sabato

Cuando estoy en Oaxaca gusto rutinariamente ir por café. En el Centro Histórico de la ciudad se encuentran tres lugares que frecuento seguido. La aleatoriedad de la elección, de esas tres opciones, depende de mi actividad. Ya sea si sólo voy a leer o escribir en mi libreta de ideas, revisar mi celular o trabajar con varios papers y computadora a la mano.

Cuando decido ir al más cercano de mi casa y no está lleno de pláticas sociales, me quedo varias horas. Trabajo pero también observo, me gusta voltear a mi alrededor, sentir como entre varios desconocidos puedes encontrar compañía, a pesar de que cada uno está concentrado en su actividad.

En ese sitio, una casa que se adaptó para albergar una cafetería y una librería, no permiten el paso de personas que venden cosas o piden limosna. Al igual que la restricción de mascotas. Y es por ello, que me llamó la atención mirar de repente a un perro de raza labrador, acercándose cariñosamente a un turista.

Ante tal proximidad, las personas cercanas al animal no dieron muestra de disgusto por su presencia, lo que le permitió acomodarse, enroscarse y dormir. Los meseros pasaban con sus charolas pero aún no veían al perro, y yo, por supuesto, no lo delaté. El perro labrador transmitía ternura, soledad, sobrevivencia y dolor. Se notaba que también padecía el frío que ha abrigado a toda Oaxaca y quizás a toda la República Mexicana. Pero como es de imaginarse, el perro es un ser ambulante, sin hogar. Entonces al sentir la calidez del espacio, del aroma de los alimentos, las bebidas y las personas, decidió refugiarse ahí.



Su mensaje corporal, su rostro, era la imagen repetida de tantas personas y animales que he visto en abandono. Con una urgencia de cariño; de una caricia, de un acto piadoso, que los recuerde valiosos, al menos un instante en este mundo gigante, voraz.

Pero uno se pregunta, qué ha sido de sus pasos para llegar a un nivel de vida así, qué tuvo que ocurrir, cuáles son sus circunstancias, su historia.

Personas indigentes, borrachos perdidos, drogadictos confundidos, perros nacidos en la calle o abandonados, con marcas de violencia, entre otros seres. Son la alegoría del despojo, del descontrol, de la no piedad, del hartazgo y del infortunio.

El corazón se quiebra cuando se les observa. Ha de ser una aventura no siempre digna tener que encarnar al nómada sin hogar, sin techo, sin ese refugio que proteja la plétora de los días. Trato de aproximarme cuando me acuerdo de lo que más me ha calado y herido, pero ningún sufrimiento se ha de acercar porque vivo con lujos y compañía. Tantos, que aquí me tienen escribiendo.

Soy de la filosofía que, ante un escenario desbastador, triste y admirable a la vez, de una persona que se dibuja con estas características. Un gesto amable, mundialmente humano, común, ayuda. Sirve y resuena hasta en el ser más agudo o perdido. Pensemos en comunidad más seguido, estimulemos nuestra inteligencia, empatía y veamos más allá de nuestras burbujas idiotas.

Agradezcamos que podemos ser el que ayuda, el que puede meditar, porque en realidad, no tenemos garantía de gozar siempre esa posición.

Foto por Tania Modotti