Pilar Quintana gana Premio Alfaguara 2021; aquí adelanto de Los Abismos

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Hoy se ha dado a conocer que la escritora Pilar Quintana ha ganado el Premio Alfaguara de Novela 2021.

Dotado con 175.000 dólares (145.000 euros, aproximadamente) y una escultura de Martín Chirino, por la obra Los abismos, presentada con el mismo título y bajo el seudónimo de Claudia de Colombia.

El jurado, presidido por el escritor Héctor Abad Faciolince, y compuesto por las también escritoras Ana Merino e Irene Vallejo, la directora internacional del Hay Festival, Cristina Fuentes La Roche, el periodista y escritor Xavi Ayén, el librero de Nollegiu (Barcelona), Xavier Vidal, y Pilar Reyes (con voz pero sin voto), directora editorial de Alfaguara, ha declarado ganadora la novela por mayoría.

El jurado ha destacado que Los abismos «se adentra en la oscuridad del mundo de los adultos a través del punto de vista de una niña que, desde la memoria de su vida familiar, intenta comprender la conflictiva relación entre sus padres. Con el telón de fondo de un mundo femenino de mujeres atadas a la rueda de una noria de la que no pueden o no saben escapar, la autora ha creado una historia poderosa narrada desde una aparente ingenuidad que contrasta con la atmósfera desdichada que rodea a la protagonista. Con una prosa sutil y luminosa en la que la naturaleza nos conecta con las posibilidades simbólicas de la literatura, y los abismos son tanto los reales como los de la intimidad.»

En esta convocatoria se han recibido 2428 manuscritos, de los cuales 1293 han sido remitidos desde España, 419 desde Argentina, 259 desde México, 187 desde Colombia, 88 desde Perú, 74 desde Estados Unidos, 73 desde Chile y 35 desde Uruguay.



Trayectoria de Pilar Quintana

Pilar Quintana (Cali, Colombia, 1972) ha publicado cuatro novelas: Cosquillas en la lengua (2003), Coleccionistas de polvos raros (2007), Conspiración iguana (2009) y La perra (2017), y la colección de cuentos Caperucita se come al lobo (2012 y 2020).

En 2007 fue seleccionada por el Hay Festival entre los 39 escritores menores de 39 años más destacados de Latinoamérica. En 2010 recibió el VIII Premio de Novela La Mar de Letras por Coleccionistas de polvos raros. En 2011 participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa como escritora residente y en 2012 en el International Writers Workshop de la Universidad Bautista de Hong Kong como escritora visitante.

Sus cuentos han sido traducidos a varios idiomas y han aparecido en revistas y antologías de América Latina, España, Italia, Alemania, Estados Unidos y China.

Su novela La perra, que está traduciéndose en catorce países y de la que se han vendido los derechos audiovisuales, recibió el Premio de Narrativa Colombiana en 2018 y fue finalista de los National Book Award en 2020.

Su voz

 

Así comienza Los Abismos:

En nuestro apartamento había tantas plantas que lo llamábamos la selva.

El edificio parecía salido de una vieja película futurista. Formas planas, volados, mucho gris, grandes espacios abiertos, ventanales. Nuestro apartamento era dúplex y el ventanal de la sala se alzaba desde el suelo hasta el cielo raso, que allí era del alto de las dos plantas. Abajo tenía piso de granito negro con vetas blancas. Arriba, de granito blanco con vetas negras. La escalera era de tubos de acero negro y gradas de tablas pulidas. Una escalera desnuda, llena de huecos. Arriba el corredor era abierto, como un balcón a la sala, con barandas de tubos iguales a los de la escalera. Desde allí se contemplaba la selva, abajo, esparcida por todas partes.

Había plantas en el suelo, en las mesas, encima del equipo de sonido y el bifé, entre los muebles, en plataformas de hierro forjado y materas de barro, colgadas de las paredes y el techo, en las primeras gradas y en los sitios que no se alcanzaban a ver desde el segundo piso: la cocina, el patio de ropas y el baño de las visitas. Había de todos los tipos. De sol, de sombra y de agua. Unas pocas, los anturios rojos y las garzas blancas, tenían flores. Las demás eran verdes. Helechos lisos y rizados, matas con hojas rayadas, manchadas, coloridas, palmeras, arbustos, árboles enormes que se daban bien en materas y delicadas hierbas que me cabían en la mano.

A veces, al caminar por el apartamento, me daba la impresión de que las plantas se estiraban para tocarme con sus hojas como dedos y que a las más grandes, en un bosque detrás del sofá de tres puestos, les gustaba envolver a las personas que allí se sentaban o asustarlas con un roce.

En la calle había dos guayacanes que cubrían la vista del balcón y la sala.

En las temporadas de lluvia perdían las hojas y se cargaban de flores rosadas. Los pájaros saltaban de los guayacanes al balcón. Los picaflores y los sirirís, los más atrevidos, se asomaban a curiosear al comedor. Las mariposas iban sin miedo del comedor a la sala. A veces, por la noche, se metía un murciélago que volaba bajo y como si no supiera para dónde. Mi mamá y yo gritábamos. Mi papá agarraba una escoba y se quedaba en la mitad de la selva, quieto, hasta que el murciélago salía por donde había entrado.

Por las tardes un viento fresco bajaba de las montañas y atravesaba la ciudad. Despertaba a los guayacanes, entraba por las ventanas abiertas y sacudía también a las plantas de adentro. El alboroto que se armaba era igual al de la gente en un concierto. Al atardecer mi mamá las regaba. El agua llenaba las materas, se filtraba por la tierra, salía por los huecos y caía en los platos de barro con el sonido de un riachuelo.

Me encantaba correr por la selva, que las plantas me acariciaran, quedarme en el medio, cerrar los ojos y escucharlas. El hilo del agua, los susurros del aire, las ramas nerviosas y agitadas. Me encantaba subir corriendo la escalera y mirarla desde el segundo piso, lo mismo que desde el borde de un precipicio, las gradas como si fueran el barranco fracturado. Nuestra selva, rica y salvaje, allá abajo.




Mi mamá siempre estaba en la casa. Ella no quería ser como mi abuela. Me lo dijo muchas veces. Mi abuela dormía hasta la media mañana y mi mamá se iba al colegio sin verla. Por las tardes jugaba lulo con las amigas y cuando mi mamá volvía del colegio, de cinco días no estaba cuatro. El día que estaba era porque le correspondía atender el juego en la casa. Ocho señoras en la mesa del comedor fumando, riendo, tirando las cartas y comiendo pandebonos.

Mi abuela ni miraba a mi mamá. Una vez, en el club, ella oyó cuando una señora le preguntó a mi abuela por qué no había tenido más hijos.

—Ay, mija —dijo mi abuela—, si hubiera podido evitarlo tampoco habría tenido a esta. Las dos señoras soltaron la carcajada. Mi mamá acababa de salir de la piscina y chorreaba agua. Sintió, me dijo, que le abrían el pecho para meterle una mano y arrancarle el corazón.

Mi abuelo llegaba del trabajo al final de la tarde. Abrazaba a mi mamá, le hacía cosquillas, le preguntaba por su día. Por demás, ella creció al cuidado de las empleadas que se sucedían en el tiempo, pues a mi abuela no le gustaba ninguna.

 

En nuestra casa las empleadas tampoco duraban.

Yesenia venía de la selva amazónica. Tenía diecinueve años, el pelo liso hasta la cintura y los rasgos bruscos de las estatuas de piedra de San Agustín. Nos entendimos desde el primer día.

Mi colegio quedaba a unas pocas cuadras de nuestro edificio. Yesenia me llevaba caminando por las mañanas y por las tardes me esperaba a la salida. Por el camino me hablaba de su tierra. Las frutas, los animales, los ríos más anchos que cualquier avenida.

—Ese —decía señalando al río Cali— no es un río sino una quebrada.

Una tarde llegamos directo a su cuarto. Estaba en el primer piso, al lado de la cocina. Un cuartico con baño y un ventanuco. Nos sentamos en la cama, una frente a la otra. Habíamos descubierto que no conocía las canciones ni los juegos de manos. Le estaba enseñando mi favorito, el de las muñecas de París. En cada paso se equivocaba y nos reventábamos de la risa. Mi mamá apareció en la puerta.

—Claudia, hacé el favor de subir.

Estaba serísima.

—¿Qué pasó?

—Que subás, dije.

—Estamos jugando.

—No me hagás repetir.

Miré a Yesenia. Ella, con los ojos, me dijo que obedeciera. Me paré y salí. Mi mamá agarró mi maleta del suelo. Subimos, entramos a mi cuarto y cerró la puerta.

—Nunca más te quiero ver en confianzas con ella.

—¿Con Yesenia? —Con ninguna empleada.

—¿Por qué?

—Porque es la empleada, niña.

—¿Y eso qué?

—Que uno se encariña con ellas y luego ellas se van.

—Yesenia no tiene a nadie en Cali. Se puede quedar con nosotros para siempre.

–Ay, Claudia, no seás tan ingenua.

A los pocos días Yesenia se fue sin despedirse, mientras yo estaba en el colegio.

Mi mamá me dijo que la habían llamado de Leticia y tuvo que volver con su familia. Yo sospechaba que esa no era toda la verdad. Mi mamá se ranchó en su versión y no hubo forma de que dijera otra cosa.

A continuación llegó Lucila, una señora mayor del Cauca que no se metía conmigo para nada. Fue la empleada que más tiempo estuvo con nosotros.