La pirata del Oriente

Por Eva Bodenstedt

Billete falso y atraco en la Central

¿Alguien mira, acaso?

Acudí a la Ciudad de Oaxaca de Juárez a conseguir un aspersor que me ayudara a esparcir aguacal (agua con cal no industrial), sobre una construcción de barro de 1850. Hasta el día de hoy, los albañiles en turno, han optado por tapar los altos y gruesos muros con maya de gallinero y cemento con el fin de repellar las paredes de antaño. No obstante, a lo largo de los tantos temblores que ha habido desde el de 2017, me doy cuenta de que el barro y el cemento son como el agua y el aceite. En las vueltas de la casualidad, me topo entonces con dos seres que desde hace un tiempo se dedican en Oaxaca a trabajar con la cal, y decido comenzar a restaurar junto con sus productos, esta reliquia de hace siglos. Pero tengo que ir por un aspersor.

Del otro lado de la calle, observo antes de entrar en la tienda, a un señor de sombrero, es campesino, lleva huaraches y en el hombro y las manos bandejas con utensilios de madera finamente trabajados. Lo llamo, él se vuelve y atraviesa la calle. Le compro las cucharas y las palas necesarias para la Posada sin atreverme a bajarle el precio; lo pienso, sí, porque no son baratas, pero me imagino a mi misma en Soriana haciendo lo mismo con quien cobra, con quien ni hay contacto ni es él o ella, quien hizo los productos que adquiero. Así que le tiendo un billete de 500 pesos, me pregunta si no tengo cambio. “Nop, el cajero me dio enteritos los billetes”, le respondo y sin que haya mucha gente alrededor o sea lo suficientemente tarde para que en las tiendas haya cambio, le compro más cucharas hasta que llegásemos a 500, pero como cuestan 60 cada una, se pasa por 40 pesos una. No hay forma ni de romper la cuchara ni tampoco el billete. Tengo 20, pero me faltan otros 20 para completar. Me le quedo viendo para sin palabras, ver si le baja; ya tiene el billete de 500 y de 20 en la mano, pero no me dice “así está bien”, ni tampoco yo le quito una cuchara y le regalo 20.

“Vaya a comprar lo que necesite, igual y en la tienda tienen cambio, aquí la espero”, me dice y me tiende el billete. Se los dejo junto con el coche abierto y el producto adentro, además de la radio encendida que da la noticia de las más de cien “cocinas” clandestinas, como les llama el gobierno, donde han torturado y asesinado a un sin número de personas en Sinaloa, si no me equivoco.




Una vez de regreso le tiendo al señor los 20 pesos faltantes y me saca un billete de 500 de los nuevos con el rostro de Benito Juárez. “Es falso -me dice-, con éste me pagaron y se fueron corriendo. No son los únicos, hace tiempo fue un billete de 1000.”

Veo el billete y evidentemente es falso. Me dice que el de 1000, en una tienda, le sugirieron ponerle dos huecos con un aparato, ya que si no, él era cómplice de que sigan circulando. Me imagino con perfección a los dos portadores y quizá hacedores de billetes falsos comprándole a un campesino su trabajo por nada, por una estafa, y largarse felices por su éxito. Siento pena y asco por la humanidad.

Sigue adelante él y sigo adelante yo sin saber que sufriría un posible atraco yo misma.

Una vez terminados mis mandados en la ciudad, me enfilo a la salida de ésta por la Central de Abastos. Hay mucho tránsito, tanto, que tomo el celular para llamarle a Ekaterin y comentarle que ya tenía yo lo necesario para esparcir su aguacal. Subo un tanto el vidrio de la ventana, no todo, pero según yo suficiente para que no me arrebatan el celular. Mi vecina Mago me lo dijo un día: cuídese porque le pueden robar el celular.

En efecto, hace unos años afuera en una esquina, un tipo me aventó para que se me cayera el celular al piso, mismo que recogí antes que él mientras de mi garganta salían mentadas de madre y su cuerpo se tropezaba al haberlo yo misma aventado a él. Tuve suerte entonces y ahora también cuando de la nada una mano se metió como la lengua bífida de una serpiente a mi coche, y me tocó el hombro, lo cual me deparó un grito de espanto repentino por un ataque que no entendí de inmediato. Me había pasado milésimas de segundos antes el celular al otro lado, creo yo, porque no alcanzó a arrebatármelo, y creí que me había aventado algo al cuerpo, no supe qué. Me volví y mire al sujeto que corría entre los coches para atravesar la vialidad opuesta para perderse en la Central.

Ufff. A mi alrededor había muchos vecinos conductores, pero nadie se movía, ni los coches ni nadie adentro o afuera de ellos, y era evidente que hubo por lo menos diez personas que vieron el intento de robo. Genial, qué apatía a la unidad.

Me pregunto ahí sentada en el no movimiento en dónde están las autoridades, dónde los policías, la llamada Guardia Nacional. ¿Por qué el Presidente Municipal de Oaxaca de Juárez y su séquito no actúan? ¡Claro que saben lo que pasa ahí, en el corazón del comercio de la capital del estado y, o están coludidos, o son unos ineptos cuyo puesto les queda grande, o en el fondo les vale un comino el nido de ratas que hay ahí!

¿No encuentran o hay otras formas de ganarse la vida y eso justifica el robo? Veo en pocos minutos o segundos pasar a mi lado una moto de polis, dos sobre ella, y en la calle que desemboca en la vialidad, a dos de ellos a pie. Los llamo, pero no son capaces de darse la vuelta y escuchar, así que bajo la ventana del copiloto y les digo lo que sucedió, y cómo iba vestido el sujeto y a dónde corrió, lo hago sencillamente para no ser cómplice con mi silencio.

Sé que no van a hacer nada.

¡Viva México!