eloriente.net

27 de junio de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“Deambulábamos por las afueras de la ciudad, un sábado de lluvia. Me bajé de la camioneta para preguntarle a una vecina una referencia sobre la zona.

Con una cortesía antigua, me respondió más detalles de los necesarios. Nos brindó su confianza.”

 

En efecto no la conocíamos de nada. Éramos una familia absolutamente extraña por esos rumbos. Nadie podría asegurar incluso que la señora respondería mis preguntas, en vez de reclamarme que yo anduviera invadiendo sus rumbos, o bien, me tratara de plano como un sospechoso.

Sin embargo, desde el primer momento, su gesto fue cortés, atento, imbuido de cierta calidez, características bien impresas en su rostro, cuyas arrugas en la frente eran apenas perceptibles solo cuando sonreía. El resto del tiempo, su piel se mostraba completamente liza y tranquila.

Una ligera llovizna nos recordaba que la tarde tenía algo de clásico, como cuando uno está seguro de que todo lo que ha de pasar en los siguientes minutos será memorable y se guardará en lo profundo de nuestras vidas durante largo tiempo.

Una vez hechas y respondidas las cuestiones por las cuales mi familia y yo nos habíamos detenido, nos dispusimos a partir. Hicimos una corta despedida de la mujer pero, justo cuando arrancamos, ella se acercó de nuevo, ahora acompañada de un hombre. Entre ambos, nos hacían señas y, mientras nos acercábamos, ella lo animaba a dirigirse también hacia nosotros, quitándole la pena o la duda o lo que fuera que trajera encima.

El señor, vestido con pantalón azul cobalto y camisa de manga corta, daba pasos cortos hacia nosotros y, cuando nos saludó, dijo fuerte su nombre, dejando claro que su presencia en el lugar tenía algo de autoridad. Con digna presencia, muy común en esta región del país —donde el respeto fue un valor muy bien inculcado por los mayores—, nos dijo que teníamos suerte de haberlos encontrado.

Es más, que éramos la pequeña familia con más suerte de la ciudad, pues habíamos llegado en el mejor día del año a las afueras de su casa.

El mejor día era su cumpleaños y entonces nos dijo que debíamos sentirnos con suerte y además “que teníamos la dicha de ser invitados a entrar a su domicilio”, para celebrar con otros amigos esa fecha del calendario tan importante.

No habituados a tanta fortuna, me quedé mirando a mi familia, quienes voltearon a la casa haciéndose las preguntas que nos han enseñado a hacernos ante ofrecimientos como estos, provenientes de personas de quienes no sabíamos nada, ni siquiera el nombre completo, mucho menos las razones de su cortesía inusual, cada vez más rara.

Se hizo un silencio de segundos.

Durante esa pausa, corrieron las imágenes más variadas por nuestras mentes. Las mismas que uno va acostumbrándose a repetir en un país cuyos medios de comunicación y, claro, su realidad, se ha ido figurando como una gran sección policiaca, que describe casos como éste, en que personas de aparentes buenas intenciones resultan ser expertos en el manejo de armas o en la ya conocida industria del robo de órganos. Imágenes también de casos de riñas producto de la intolerancia exacerbada por el alcohol en reuniones de cumpleaños, que terminan siempre por desfavorecer a los recién llegados.

Imágenes, más imágenes, con prejuicios, consejos, historias vistas una y otra vez a lo largo de nuestras vidas, y que poco a poco han ido armando un arsenal que influye en la manera en que leemos la realidad y tomamos nuestras decisiones, incluso las más pequeñas o cotidianas, como por ejemplo si pasar o no pasar a esa casa, donde un matrimonio desconocido celebra un cumpleaños con otro amigos.

Pero accedimos.

A pesar de que todo el peso de esa realidad, nos aconsejaba que no, accedimos.

Caminamos despacio por el lodo, esquivando una motocicleta repartidora de pizzas y los cuerpos de dos perros color polvo, que a nuestro paso comenzaron a juguetear y a elaborar presuntos connatos de bronca, disipados luego por un dueño tranquilo y firme.

La casa era de dos piezas, divididas por una tela color rojo carmesí y cuyo estampado la hacía parecer un tapete de sala, digno incluso de ser utilizado en salones de antiguos palacios. En este caso, hacía las veces de puerta —supongo— de las habitaciones, pues de vez en vez alguien se asomaba y pasaba objetos recatada y discretamente.

Nosotros nos quedamos en la otra ala, donde veíamos el reverso de un refrigerador colocado en un improvisado pasillo que atravesaba de lado a lado la casa.

La mesa principal tenía 7 comensales. Había otra más de plástico, ya lista para ser utilizada por las nuevas amistades.

Se preparaban platillos con estofado y frijoles para los invitados. De los 7, 3 eran mujeres de rostro amable y sonriente, por lo cual concluí que eran parientes de la dueña, quien todo el tiempo se mostró extraordinariamente atenta, compartiendo gelatinas para nuestras hijas —con lo cual estuvieron sonrientes durante varios minutos— y preguntando más de una vez si deseábamos algo, más café, cerveza, mezcal, pastel y una sencilla ensaladita de zanahoria rayada, pedacitos de manzana y crema.

Le pregunté al dueño, cuántos años cumplía. Pero a pesar de su sinceridad, fue la única cosa que no quiso decirme.

Luego nos cambió el tema y nos resumió su biografía, emocionado a veces y muy seguro de haber hecho siempre lo correcto a lo largo de su vida. Nos animó a visitarlo a su puesto móvil de tacos y, todo el tiempo, insistió en que estaba cierto de haber encontrado en nosotros a buenas personas, amables, “y que tienen la dicha de celebrar conmigo y conocer mi casa”.

Cruzamos varias anécdotas y, finalmente, mis hijas se terminaron un generoso pedazo de pastel, asestado con cucharas soperas, lo que resultó su pasión.

¿Hace cuánto tiempo que alguien, sin conocernos de nada, nos había invitado a celebrar? ¿Cuándo fue la ultima vez que nos dimos la oportunidad de brindarle amistad a alguien, pero una amistad con cierto carácter de amistad antigua, de toda la vida? ¿Por qué, muchas veces, estamos decidiendo, aún las más pequeñas cosas, con tanta ansiedad moderna y precaución ilimitada?

Precaución además que nos impide vivir espontáneamente, abiertos a las relaciones personales, cuyo número puede ser infinito, tanto, que pueden no alcanzar los días para contar las amistades por construir.

Precaución que poco a poco nos ha ido protegiendo —según nosotros— de agresiones y supuestas malas intenciones, pero que al mismo tiempo nos ha ido alejando de los demás, creyéndolos potenciales enemigos más que personas como nosotros, repletos de contradicciones, afecto e historias por contar.

En el camino de regreso, respiramos en familia una inmensa gratitud. Tuvimos suerte. Y habíamos tenido la dicha de confiar. Solo entonces, la vida abrió su caudal de posibilidades.

Confiar es el primer paso para vivir.

 

MISA POR RUBÉN VASCONCELOS

El 29 de julio próximo, se cumple un año del fallecimiento de Rubén Vasconcelos Beltrán.

Por lo tanto, en el Templo de Santo Domingo de Guzmán se oficiará una misa ese día a las 19 horas. Grato, gratísimo, que nos acompañen.

confianza

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