Retrato de Francisco Toledo, por Graciela Iturbide. Cortesía de Rodolfo Naró

Conversar con Francisco Toledo era escuchar sus silencios, ver el movimiento nervioso de sus manos de uñas largas, pintar en cuclillas o arreglar, sentado en la entrada del IAGO, un cuero suelto de sus huaraches. Descubrir que su mirada, siempre triste, pero no de tristeza sino de timidez, se fijaba en un punto infinito que sólo él veía.

Salvaguarda de la memoria cultural de Oaxaca, pocos años despues de que Toledo abrió la biblioteca del IAGO, le regalé cinco ejemplares de mi primer libro de poesía, Los días inútiles. Toledo, en agradecimiento, sacó de entre las páginas de un libro una fotografía suya, hecha por Graciela Iturbide, donde posa él de pie en un patio, apoyado en una silla, y me la regaló. Pero antes, escribió sobre la foto: “Para el amigo Naró. Toledo, Oaxaca, mayo de 1997”.

Un año después que regresé, fui a visitarlo. Ese mediodía iba de un lado al otro del IAGO con unas varas en las manos, me preguntó si le llevaba más libros, le dije que sí, aunque sólo eran tres ejemplares. “Qué bueno”, me dijo, “porque los que me dejó el año pasado se los robaron”.

Rompió los carrizos con ambas manos y miró el interior. Me lo mostró y me preguntó qué veía. “Nada”, respondí. Toledo sonrió con un gesto de hechicero y dijo: “Ya verá lo que se pude hacer con la nada”, enfatizó la voz en esa palabra que todo lo consume.

Entramos a la biblioteca, un sitio fresco y en silencio. De nuevo, en agradecimiento, firmó y me regaló una foto suya titulada: “Tortuguita”. Algunos dícen que es el mismo Toledo quien posa desnudo con un caparazón de tortuga en la entrepierna, simulando la cabeza del cetáceo con su propio pene.