eloriente.net

7 de abril de 2014

Por: Samael Hernández Ruiz

La imagen

Un problema que parece complejo, por lo regular es complejo. Desde hace algunos años Juchitán parece ser el centro de un remolino que amenaza con llevarse todo al fondo de un mar de confusiones, un mar donde la criminalidad reconocible se combina con aquella que se disfraza de lucha social, en el que las autoridades permanecen impasibles ante los reclamos ciudadanos que parecen no importarles, y que en realidad no les importan.

Un mar de confusiones donde la pobreza adereza la magnificencia de las otrora fiestas zapotecas cargadas de simbolismo que han terminado siendo, diría un enterado, mera verbena popular.

En Juchitán la inseguridad potencia la incertidumbre. Un pueblo culto parece consumirse en la barbarie, un pueblo que dio sobrados ejemplos de valentía a la nación (Cruz, 1983), hoy parece embrutecido por el consumo de alcohol, que ahora es símbolo de una falsa alegría; un pueblo que yace a los pies del victimario fuereño que sonríe ante su impotencia etílica. ¿Qué transformó a los juchitecos de un pueblo orgulloso de su gente, arrogante en el ejercicio de su libertad en lo que es ahora? ¿Por qué los Bini Za han perdido la fuerza de su actuar colectivo para defenderse y velar por su cultura y bienestar?

El mito y la realidad

Lo primero que hay que decirnos los istmeños, es que durante mucho tiempo nos alimentamos del mito de nuestra histórica fortaleza, unidad y dignidad. Hoy la realidad nos muestra una imagen cruda de lo que somos, mismas algunos no alcanzan a distinguir, porque las lágrimas que derraman por sus muertos sólo les permiten distinguir siluetas; otros porque de plano cierran los ojos.

Lo segundo que hay que decirnos es que no debemos permanecer hincados lamentándonos en el altar de nuestro pasado; sino levantarnos y actuar. Reconocernos como sobrevivientes de lo que fuimos; pero que podemos y debemos reconstruir para seguir siendo: un pueblo valiente, digno, lleno de historia y de cultura.

Todavía en los años cincuenta Juchitán era un pueblo al que desgastaban sus luchas internas, es cierto; pero que no permitía la intromisión de los Dxúu (fuereño en zapoteco del istmo), y cuando un fuereño intentaba algo en contra de Juchitán, hasta los contrarios se unían para defender al pueblo de San Vicente Ferrer: ni maleantes, ni asesinos, ni extranjeros pudieron apoderarse de un Juchitán que aun podía reconocerse con facilidad, un Juchitán con identidad y capacidad de acción colectiva.

La estima zapoteca, la confianza y la acción colectiva

En nuestra vida cotidiana, en la comunicación de todos los días, la confianza en el otro sólo se otorga cuando se le reconoce como alguien “estimable”. Bien sabemos que algo estimable es aquello que tiene algún tipo de valor para nosotros. ¿Qué da valor a una persona? ¿Qué hace que un juchiteco estime a otro juchiteco?

Annya Peterson hablaba de un “estilo zapoteca” (Peterson, 1975, pp. 61-80), se refería a ese algo que permite distinguirnos de los demás; yo pretendo ir más allá, pretendo encontrar los signos de la estima.

Enumeraré algunos elementos que en mi opinión dan valor a un juchiteco:

  • Habla Didxa záa.
  • Habita en nuestra comunidad o fuera de ella, pero sin olvidar nuestras tradiciones y vínculos sociales.
  • No se abandona al desgano; sino lucha por el éxito personal que se refleje en un nivel educativo aceptable y en la capacidad de solventar los compromisos sociales en el marco de nuestras costumbres.
  • Construye una familia a partir de lo que es aceptado por la comunidad y que además hace honor a nuestros ancestros.
  • Cultiva la amistad como un bien social y no sólo como realización de afectos.
  • Participa en nuestras fiestas con decoro y respeto a las tradiciones.
  • Mantiene unida a su familia por encima de cualquier cosa.
  • Mantiene la honorabilidad personal mediante el ejercicio de valores tales como: la honestidad, la sinceridad en la comunicación pública, la disposición a participar en acciones en beneficio de la comunidad, la palabra culta o ingeniosa pero prudente, el aprecio por la música, el buen humor y la humildad.
  • Viste de acuerdo a nuestra tradición sin más pretensión que el decoro.
  • Conoce de nuestra historia y nuestros usos y costumbres.
  • Tiene la determinación de mantenerse libre e independiente.

Si estoy en lo cierto, la estima entre nosotros nace de reconocernos como portadores de esos valores, podrían no ser todos; pero sí los suficientes como para dar confianza y atrevernos a actuar en colectivo.

Sostengo la idea de que, ante la crítica situación que hoy nos agobia, no tenemos capacidad para actuar de manera colectiva porque nos hemos perdido la confianza, y esto tiene que ver con nuestra actual capacidad de dar o recibir estimación de los demás.

Lo anterior no es un hecho subjetivo que se limite a los afectos; por el contrario, pretendo introducir la idea de que cambios profundos en nuestra realidad social, provocaron esta pérdida de nuestra intimidad cultural.

La peligrosa levedad del ser… zapoteco

Tomé la idea para la frase del subtítulo de Milán Kundera: La insoportable levedad del ser; expresa bien lo que ha sucedido en Juchitán.

Annya Peterson estudió al Juchitán de finales de los años sesenta y principios de los años setenta. Veinte años después, Aurelia Michel hace un análisis extraordinario de nuestra situación cultural que yo retomo con otros propósitos (Cfr. (Michel, 2006).

Nosotros y Ellos: Dxúu ne Güadá

Asumo que nuestra capacidad de estima se fue perdiendo conforme los elementos que la hacen posible no pudieron ser percibidos en la interacción cotidiana. Varios factores concurrieron para ello; pero me detendré en uno que considero muy importante: la transformación de nuestras fiestas, transformación que produjo un colapso en la economía étnica.

Las fiestas juchitecas, desde los bautizos, los rezos, hasta las bodas y las velas, constituían un sistema económico que estimulaba las actividades de caza, pesca, producción artesanal y el comercio de todos esos bienes en el circuito de los festejos. En las fiestas juchitecas se consumían productos que venían de nuestro campo, de nuestros ríos y lagunas, de nuestros artesanos; cualquier producto dxúu era visto con desagrado o simplemente no tenía cabida en el circuito económico de la fiesta; no obstante lo anterior, el primer golpe lo sufrió nuestra cocina.

Economía vs tradición

La cocina tradicional istmeña se caracterizaba principalmente por el consumo de huevos de tortuga, armadillo, iguana, venado, pescado y camarón (la garnacha es un platillo de posible origen veracruzano o chiapaneco). Lo anterior acompañado con una considerable variedad de tortillas cocidas en el horno zapoteco o Xuquíi. Se agregaban bebidas como cuuba, café, bupu, chocolate, agua preparada con fruta o agua simple. De las bebidas espirituosas se conocían desde luego el pulque, el mezcal y la taberna. La cerveza y otras bebidas destiladas no las reconoció el gusto zapoteco sino muy entrado el siglo XX.

Me gustaría abundar sobre la cocina istmeña, pero baste por ahora decir que es muy probable que el crecimiento de la población (ver cuadro 1), la disminución de ciertas especies animales o vegetales, pero sobre todo el ahorro en el gasto de la fiesta, hizo más atractivo el uso de artículos manufacturados industrialmente. El peso económico para las familias, que significó mantener la inclusión en el sistema de fiestas debió ser una carga que se incrementó considerablemente con el aumento de la población.

El efecto de lo anterior fue desastroso para la economía de tradición campesina y étnica y además, implicó la pérdida de una dimensión importante de nuestra cultura, al que se sumó un desplazamiento de la mano de obra del campo a la ciudad.

La ruptura de la alianza cultural entre el campo y la ciudad, no sólo tuvo repercusiones en el empleo y la subsistencia campesinas; sino en la expresión de nuestra cultura; pues el núcleo duro de la cultura zapoteca que estaba en el campo, se debilitó con la ruptura de la alianza que llamo cultural.

Modernidad frustrada

La crisis de nuestra economía étnica que rompió la alianza entre el centro urbano y nuestro campo, también debilitó nuestra capacidad de dar y recibir confianza.

El proceso anterior, cuyo origen es posible identificar entre 1970 y 1975, tuvo como contexto una pauperización del Istmo de Tehuantepec que inició con el fracaso del ferrocarril transístmico a causa de la revolución de 1910 y la operación del Canal de Panamá (Cervantes, 1994).

Después del movimiento revolucionario, entre 1940 y 1950 observamos el auge de la industria petrolera y la petroquímica que prometió un despegue de la refinería en Salina Cruz, dicho auge, que se vio contenido por la desaceleración del crecimiento petrolero en los años 80s, dejó un gran número de trabajadores sin empleo.

En los años 60s, el Istmo de Tehuantepec mostraba el potencial para convertirse en el granero de México; las grandes obras de irrigación y las amplias extensiones de tierra le daban factibilidad a la revolución verde en nuestra región. El sueño no se hizo realidad, la complejidad de la tenencia de la tierra se combinó con los errores en la planeación del ambicioso programa para que todo fuera un fracaso.

Otras actividades de potencial crecimiento económico también fueron desaprovechadas. Tales son los casos de la pesca y la producción de azúcar. El abandono en el que cayeron estas importantes actividades se conjugó con un flujo migratorio de centro y Sudamérica, que extendió los ámbitos de la pobreza y la economía de la precariedad.

El 65% de la población económicamente activa vive del comercio informal; lo anterior sumado a la población dedicada a la prostitución y otros giros negros, es lo que llamo economía de la precariedad.

La situación de precariedad o franca pobreza que vive la población de Juchitán en particular, y del Istmo en general, será propicia para dos fenómenos desastrosos: la política clientelar y el crimen organizado.

El binomio política/crimen organizado

Al parecer, la autonomización del sistema político es un fenómeno que no solo encuentra fundamentos en las modernas teorías sociológicas; sino además se muestra como una realidad dolorosa y vergonzante.

Los políticos sólo se ocupan ahora de asegurar que el poder sea distribuido entre ellos a través de sus organizaciones o sus familias. Para eso necesitan tres cosas:

  1. Simular elecciones legítimas para hacer creer que con ellas se cumple la voluntad de la mayoría.
  2. Concentrar la mayor cantidad de clientela política, la que se mantiene con los recursos públicos o se les inserta en el sistema de economía de la precariedad como mototaxistas, paracaidistas, empleados municipales de tercera, ambulantes, golpeadores al servicio de la “organización”, o franca y abiertamente delincuentes.
  3. Recursos para mantener a y b.

El pueblo juchiteco de estima zapoteca, no pudo actuar colectivamente para obligar al gobierno municipal, estatal y federal a cumplir sus funciones y garantizar el estado de derecho. Esta incapacidad la atribuyo a la pérdida de condiciones materiales y simbólicas en las que opera el reconocimiento y la atribución de estima.

De esta manera, las clientelas de los grupos y partidos políticos desbordaron los márgenes de sus propias organizaciones y provocaron la anarquía, incertidumbre y el relajamiento del estado de derecho, que fue la condición propicia para que apareciera en escena el crimen organizado, el cual venía sufriendo una importante metamorfosis desde finales de los años 70s en el norte de México.

A partir de 1999 el Istmo de Tehuantepec, y particularmente Juchitán, parece convertirse en el centro de transacciones del crimen organizado, en tanto que los grupos de interés incrustados en el gobierno local, lograron negociar su supervivencia obedeciendo a los grandes cárteles de la droga y el tráfico de indocumentados. Así fue Juchitán colonizado por la dualidad Política/Crimen Organizado, que hoy asola a una población que se encierra en su individualismo mientras sueña con las glorias pasadas de los Bini Za.

¿Es posible recuperar lo perdido?

La respuesta a esta pregunta tiene que ser el resultado de una acción colectiva. ¿De quienes? De aquellos que, por su cercanía se atrevan a confiar en ellos mutuamente.

No creo que debamos abandonar nuestra cultura y darla por muerta; por el contrario debemos fortalecerla como un elemento de identidad, para que desde ella, podamos ser ejemplo de pueblo solidario.

Entiendo la solidaridad como el reconocimiento que se le brinda al otro de sus aspiraciones, afectos, costumbres y usos, más allá de lo que la ley sólo le reconoce como persona jurídica (Honneth, 1997).

El crecimiento económico puede atemperar algunos de nuestros problemas. Por esta razón, junto al reclamo de seguridad debe alzarse el de más inversión para la región.

Finalmente la actitud anterior no deja de lado el recurso de exigir al gobierno que prevalezca el estado de derecho, de cara a la posibilidad de un orden legal re- establecido por el pueblo y avalado por nuestra constitución. El caso de Michoacán sienta este precedente.

No lo dije al principio, pero estas notas me sirvieron para mi participación en una conferencia que dí en Juchitán en diciembre de 2013; precisamente para intentar una explicación a la terrible situación que ahora viven mis paisanos.

Al parecer mis palabras cayeron en terreno fértil. A la conferencia asistieron personas adultas; pero también muchos niños de las escuelas cercanas a la Casa de la Cultura, donde ofrecí la plática. Pues bien, al terminar mi conferencia, una pequeña de tal vez unos diez u once años, me agradeció diciendo palabras más, palabras menos: gracias por la información que nos brindó, gracias por habernos explicado las cosas como lo hizo. Ahora entiendo que Juchitán no se descompuso sólo; lo descompusimos nosotros.

Estas sencillas palabras explican mejor lo que sucede en Juchitán y apuntan a una dirección práctica que no pude formular adecuadamente.

En efecto, tomar conciencia de que las sociedades no se “enferman” sino debido a lo que hacemos o dejamos de hacer; porque las sociedades somos nosotros. Por lo dicho por esa pequeña, tiene fundamento la frase que se propuso para iniciar una campaña que reconstruya la sociedad zapoteca en el Istmo: “Yo haré mejor a Juchitán”. “Náa sune cha ́hue Juchitán.”

La frase me gusta porque da la idea de que nuestra sola presencia, digna y solidaria, hace mejor a Juchitán; pero también puede significar un compromiso para la acción en pro del bienestar de los juchitecos. Como quiera, hago mía la frase sin que por eso quiera expiar mis culpas: Yo haré mejor a Juchitán. ¿Y usted?

 

Día de mercado en Juchitán. Foto: Janice Waltzer

 

Trabajos citados

Cervantes, J. F. R., 1994. Promesas y saldos de un proyecto hecho realidad.(1907- 1940). En: Economía contra Sociedad.El Istmo de Tehuantepec. 1907-1986. México: Nueva Imagen, pp. 25-168.

Honneth, A., 1997. La lucha por el reconocimiento.Por una gramática moral de los conflictos sociales. Barcelona: Crítica (Grijalbo/Mondadori S.A.).

Michel, A., 2006. Treinta años de modernización en Juchitán. Velas, fiestas y cultura zapoteca en los procesos de transformación social. Trace, Diciembre, Issue 50, pp. 63-76.

Oaxaca, G. d. E. d., 2011. Planes Regionales de Desarrollo de Oaxaca, 2011-2016. Istmo. Primera. ed. Oaxaca(Oaxaca): Gobierno del Estado de Oaxaca..

Peterson, A., 1975. Prestigio y filiación de una comunidad urbana:Juchitán, Oax. 1968. México: Instituto Nacional Indigenista/Secretaría de Educación Pública.

Segura, J. & Sorroza Polo, C., 1994. Una modernización frustrada (1940-1986). En: Economía contra Sociedad. El Istmo de Tehuantepec. 1907-1986. México: Nueva Imagen. Editorial Patria S.A. de C.V., pp. 247-350.

 

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