eloriente.net
26/octubre/2014
¿El campo? ¿ese lugar horrible, sin cafés, sin gente,
y donde los pollos se pasean crudos?
Max Jacob
El universo urbano e industrial casi siempre se
ha erigido sobre las ruinas del mundo rural y
sobre las cenizas de una naturaleza avasallada
Víctor Toledo
Dentro de pocos meses, la ciudad de Oaxaca cumplirá 480 años, si nos atenemos al decreto real con que la corona española le otorgó el rango de ciudad, aunque sus antecedentes de asentamientos humanos la hacen mucho más antigua. Desde tiempo inmemorial los Valles Centrales de Oaxaca han sido escenario de una estrecha relación entre la naturaleza y la gente. En fechas recientes tal relación se ha modificado drásticamente, al punto de poner en riesgo la viabilidad ecológica y social de la región. ¿Cómo hemos llegado a esta difícil condición? ¿Podemos tener ciudades sustentables?
Una reflexión sobre esto no es de importancia menor; el modo de vida urbano se generaliza con rapidez en el estado, el país y el planeta, y es un paradigma de la modernidad que las ciudades son la culminación de la historia y van a permanecer por siempre. Esta percepción —acaso hija de la Ilustración europea—, muy bien ejemplificada por la famosa definición del campo que incluimos al principio de este artículo, resulta especialmente aberrante en Oaxaca, donde todavía la mayoría de la población habita en comunidades rurales.
En realidad las grandes ciudades, como ya lo es Oaxaca, son drásticamente insustentables, y de seguir las pautas actuales sucumbirán más temprano que tarde a una catástrofe ecológica y social. La otrora verde Antequera no sólo está consumiendo irreversiblemente su patrimonio ecológico, sino que destruye el de sus alrededores y, al provocar el abandono del campo y la excesiva concentración de recursos, gravita negativamente el ámbito rural. Sería difícil igualar la contundencia con que lo ha expresado Víctor Toledo, y por eso reproducimos también una cita suya al principio de estas reflexiones.
El automóvil es quizá el símbolo por antonomasia de esa sociedad y ejemplifica la contradicción de sus herramientas e instituciones: los coches fueron inventados para dar a las personas autonomía de movimiento, pero se han convertido en una limitación al invadir los espacios de la mayoría de la gente. Permiten que algunos nos desplacemos a gran velocidad, pero a costa de afectar la movilidad de los de a pie e incluso a los propios automovilistas, como los cada vez más frecuentes embotellamientos en Oaxaca lo prueban. Asociados a nuestra noción de urbanización y status, los automóviles han pasado a ser una de las causas principales de enfermedad y muerte.
Entre los graves problemas citadinos, me referí, en la entrega anterior, al ostensible de la basura. Pero es posible que sea el agua el factor más crítico de la catástrofe por venir: en unas cuantas décadas se registró un explosivo crecimiento de la ciudad, atribuible en buena medida a la inmigración, con el consiguiente doble efecto de aumento en la demanda de agua y disminución del área de filtración. Por los mismos tiempos se generalizó el agua entubada, con lo que se perdió la moderación en su uso, así como el drenaje y el W.C, con su pestilente cauda de contaminación que hoy tiene casi muertos los ríos Atoyac y Salado y muchos de sus afluentes.
La crisis tiene que ver con condiciones naturales: en los Valles las lluvias se distribuyen de manera muy dispareja a lo largo del año y llueve relativamente poco en la parte baja aunque escurre mucho de las montañas aledañas. Pero es fácil ver que los humanos lo hemos complicado, especialmente con nuestra obsesión de modernización desarrollista.
Si hacemos una cuidadosa revisión de las condiciones actuales e históricas de la ciudad podremos concluir que hoy como en el pasado nuestro problema central no es de disponibilidad –aunque éste sea un componente— sino de control, distribución y equidad en el uso del agua. Con esta perspectiva tendremos que replantearnos las preguntas fundamentales: en vez de ver de dónde sacamos más agua, o cómo limpiamos el agua, como lo hacen las autoridades del ramo, habremos de cuestionar como modificar las relaciones sociales con el agua.
Con esta perspectiva debemos ser muy cuidadosos con el proyecto de construir una gran presa en Paso Ancho, entre San Vicente Coatlán y Sola de Vega, y un acueducto para traer agua a la zona conurbada de la ciudad de Oaxaca, con un costo inicial estimado de tres mil millones de pesos.
Hasta hace poco, Oaxaca fue una ciudad sustentable y convivial: en equilibrio con su entorno, propiciaba la convivencia creativa de sus habitantes. Puede volver a serlo, a condición de que “escarmentemos en ciudad ajena” y no repitamos la catástrofe de la ciudad de México y otras más. A condición, también, que apelamos a nuestra rica tradición para proponer cambios fundamentales en nuestra relación social con el entorno ecológico y con el campo.
Y es que hacer sustentable a Oaxaca implica trabajar para enfrentar los agobiantes problemas rurales, tanto para atender las históricas carencias de las comunidades como para evitar que la migración siga causando el crecimiento urbano descontrolado. A la par, ambiciosos programas de reordenamiento racionalizarían el crecimiento citadino, ubicarían y regularían las actividades productivas y de servicios y preverían las salvaguardas ecológicas necesarias. Esto puede traducirse en la fórmula urbanizar el campo y ruralizar la ciudad, en el sentido de que hay que destinar recursos y servicios imprescindibles a nuestro abandonado campo (apoyos a la producción, comunicaciones, transporte, vivienda, etc.) pero también recuperar las cualidades de sustentabilidad de la ciudad, que solemos encontrar en el campo, como absorber el agua de lluvia, producir alimentos y mantener relaciones sociales más conviviales.
El ecologista y poeta estadounidense Wendel Berry ha dicho: «La única ciudad sustentable es una ciudad en equilibrio con su entorno natural: una ciudad que pueda vivir del ingreso ecológico neto de la región que la sustenta y que pague, a medida que se producen, todas sus deudas ecológicas y humanas».
En materia de agua, se trata de conservar las “esponjas” naturales que aún nos quedan, restaurar y mejorar las redes de agua potables, captar nuevamente agua de lluvia, volver más eficiente el riego agrícola, ahorrar y racionar el agua de la ciudad, pagar lo justo por el servicio de agua potable y apoyar a las comunidades que aseguran el mantenimiento del agua y, finalmente, devolver el agua usada de manera limpia a sus cauces naturales.
El tamaño de la ciudad, las condiciones naturales y las tradiciones de sus habitantes —que mantienen, al menos en muchas áreas suburbanas, un modo de vida semirural, asociado con el apego a la tierra, la frugalidad y fuertes lazos comunitarios—, hacen posible pensar en opciones distintas en relación con el agua y otros asuntos críticos. A 480 años de su fundación la “ciudad sustentable” es todavía posible. No lo será por mucho tiempo si seguimos nuestra loca carrera actual.
Foto: Ron Mader – Algunos derechos reservados
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